Y es que este comportamiento, en el que intervienen fuertemente la dopamina y epinefrina, es también uno de los más sensibles y hasta desbordantes, si se quiere, en la experiencia del ser humano. Se trata, por ello, de una vivencia que puede marcar la vida, para bien o para mal. Y tanto es así, que en muchos casos, ya en la vida adulta, quien toma una buena decisión en este campo —el afectivo— tiene un gran paso ganado.
Para los adolescentes y jóvenes vivir esta hermosa experiencia, de manera sencilla, honesta y hasta inocente —como era más fácil suponer en otras épocas— hoy puede resultar bastante complicado. La presión publicitaria y mediática; las series y películas y los pensamientos cada vez más confusos, fácilmente enturbian el ambiente y no les permiten disfrutar de manera simple y transparente esta etapa.
El mensaje que reciben es distorsionado; el amor reducido a sexo o pura instintitividad, al “me gusta” o “no me gusta”; es decir, acciones asumidas sin intervención alguna de la razón, como si amor no puede ser un acto razonable, dando paso así —en ocasiones— a las relaciones tóxicas o patológicas.
Y es que el amor o enamoramiento tienen sus “trampas”. Una de ellas es la pensar que la otra persona es capaz de responder a todas las necesidades humanas y afectivas; de llenar plenamente todas las expectativas. Parece una falla muy obvia y fácil de identificar; sin embargo, es una de las más “populares”.
Como lo señala esta cita muy conocida extraída de una carta escrita por el poeta alemán Rainer Maria Rilke (1875-1926), y que describe crudamente el encuentro de dos humanidades: “Esta es la paradoja del amor entre el hombre y la mujer: dos infinitos se encuentran con dos límites; dos infinitamente necesitados de ser amados se encuentran con dos frágiles y limitadas capacidades de amar. Y solo en el horizonte de un amor más grande no se devoran en la pretensión, ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de la cual el otro es signo”.
Y aquí el desafío que sobreviene es el de identificar ese “horizonte” del que habla el poeta, y que es capaz de salvar una relación.
Pero ¿cómo dar un paso así, si el enamoramiento pareciera obnubilar a la persona? No en vano muchos dicen, con tono de humor, que el amor es ciego y sordo.
Por ello, uno de los principales desafíos de los enamorados es abrir las puertas a una tercera opinión, un pensamiento distinto, una propuesta diferente. Es el “dejarse guiar”, del que hablan los sicólogos refiriéndose a los procesos de maduración del adulto. Dos personas que se miran al ombligo no llegarán lejos, más dos que apuntan sus energías hacia el horizonte que tienen delante tendrán un camino amplio que recorrer. No obstante, esto que parece sencillo no lo es. ¿Quién es el joven o adulto que podría abrir la posibilidad de escuchar a otro?
El método humano sigue siendo el mismo. Será un atractivo, quizás una figura de referencia, un maestro o una persona de gran sencillez que abrace toda nuestra humanidad la que nos provoque tal confianza y permita el coraje para iniciar una aventura de a tres. En otros casos será el dolor.
Por otro lado, para nuestra sociedad resulta un desafío de gran envergadura educar en la afectividad, en un ambiente de libertad y razonabilidad. Es decir, formar en la integridad de una mirada plenamente humana, sin censuras, donde convivan el sentimiento y la razón.
El amor humano, la experiencia del enamoramiento, es la gran posibilidad que tiene cada persona de descubrir cuán grande es el deseo de su corazón, y cuán “imposibles” son sus anhelos. Es decir, descubrirse cada vez más humanos y deseosos de infinito.