29 mar. 2024

Las lecciones del lenguaje radical

Blas Brítez

Las derechas de América Latina andan despistadas, cuando no están haciéndose, directamente, las desentendidas. Tratan de explicarse —las que todavía buscan explicarse algo— el entuerto social en el que está sumido el país que han querido ver como modelo exitoso de sus proyectos políticos, desde el 11 de setiembre de 1973: Chile.

Algunos teóricos toman esta fecha —la del golpe del general Augusto Pinochet contra un gobierno electo en las urnas— como un símbolo fundacional del primer airoso experimento neoliberal aplicado al Estado, apuntalado en 1981 con una Constitución acorde ideológicamente con una dictadura del Tercer Mundo, de corte militar, pero instalada “modernamente”: al servicio de las empresas.

Esta Constitución, que prioriza la actividad privada y exige opacidad estatal donde aquella satisfaga, a su manera, las demandas de los ciudadanos; más la ocultada y pesada desigualdad que ha alcanzado a las clases medias, en una economía exportadora de actores mezquinos; y el debilitamiento feroz de la protección social (salud, educación, jubilación), en manos privadas, son elementos que están en el centro de la crisis chilena. Y un cuarto, no menos importante: el financiero. Diez días antes del estallido de las manifestaciones en Santiago, el Banco Central informó que el endeudamiento de los chilenos alcanzó un récord histórico: deben el 74,3% de sus ingresos disponibles anualmente. Una locura que enriquece a la banca y llaman democracia.

Por eso ese millón de personas en las calles. Allí hubo desde perdedores eternos, que no tienen para completar para el pasaje del metro, pero también una clase inmersa en la compulsión del consumo. De hecho, tal vez estemos, en parte, ante la primera revuelta popular del consumismo traicionado.

Alguna lección hay siempre en todo esto. Ahora sabemos que un par de saqueos a la élite mercantil, otro poco de lucha de clases en las calles —con muertos bajo su entera responsabilidad—, provocan desesperación apocalíptica en los multimillonarios convertidos en presidentes, con gusto enfermizo por las puertas giratorias público-privadas. También descubrimos que, tras la desesperación, les sobreviene un inédito arranque de pasión hacia el Estado protector (demasiado visiblemente posado y a regañadientes), luego de haberlo tomado por asalto.

Como un gobernador de provincia esquilmaba a sus súbditos, en nombre de la economía y la forma de vida de la lejana y antigua Roma —para mantener el nivel de vida suntuario de la oligarquía metropolitana—, los Sebastián Piñera de todo el continente esquilman y embrutecen a los trabajadores en nombre de otra economía y de otra forma de vida imperiales, acaso también en crisis global como hace diecisiete siglos lo estuvo la Europa latina.

En aquel tiempo, por supuesto, nadie daba marcha atrás en sus decisiones por presión popular. Ni pedía “perdón” por sus actos y omisiones, como lo ha hecho el mandatario chileno, antes de desmontar su gabinete. Ninguna autoridad romana daba marcha atrás en sus decisiones porque... bueno, quienes osaban exigir el repliegue del poder con lucha de clases terminaban crucificados en los caminos y los montes. Como Espartaco o Jesús y sin excepción. Una práctica milenaria que Piñera retomó: “Estamos en guerra”, justificó.

Tal vez hay que concluir, entonces, que los saqueos, destrozos y demás violencias desatadas contra los privilegios de una clase minoritaria, adherida al lucro incesante y patológico, son un lenguaje que los gobernantes y el capital se ven súbitamente obligados a entender. Después de haber sido insensibles a todo lenguaje. “Que se levanten antes para ir al Metro”, se burlaban los ministros.

El lenguaje radical, entonces, acuchilla el orgullo, la arrogancia y la insensibilidad de una clase política secuestrada por las finanzas de todo tipo. El lenguaje radical les da miedo.

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