Dicen que era un simpático y atractivo mago de un viejo circo de pueblo, vaya uno a saber de qué localidad de nuestro inmenso y verde interior. Las arrugas que tenía quedaban opacadas por una mirada que parecía brillante y esa sonrisa atrapante que envolvía su rostro; nadie podía dejar de mirarlo, atraía por su porte, humor, palabras, y, claro, el llamativo sombrero negro de copa. Su nombre era Fulgencio me contaba mi padre en una de esas siestas de regreso a casa, y aunque nunca llegamos al final de la historia, quedó en mi memoria el deseo del inquieto mago de recordar siempre su última cena, la que sería, afirmaba con entusiasmo, “la más alegre, serena y verdadera”.
En realidad, me explicaba mi querido padre, que este anciano artista hablaba del momento de su partida y también de los instantes en que uno se sincera en medio de las vicisitudes; aquel instante que nos encontrará –o dejará– despojados de todo, solo con aquello esencial, con lo que somos sin máscaras ni disfraces; con lo que hicimos, lo que pensamos y amamos, con lo que construimos y destruimos; con los sacrificios realizados, con el camino trazado; desnudos con nuestra alma, miserias y virtudes, flaquezas y alegría, y por tanto más libres y sinceros que nunca.
“Ojalá nunca te olvides de la Última Cena”, murmuraba a menudo don Fulgencio ante algún comisario prepotente o acaudalado ganadero del pueblo, tratando de llamar a la cordura.
Y me vino a la memoria este extravagante personaje y su reclamo, ante los acontecimientos cada vez más frecuentes de violencia familiar, abusos sexuales de menores, pedido de la legalización del asesinato de niños en el vientre materno, como forma de “salvar” a adolescentes embarazadas; la proliferación de niños y jóvenes –la mayoría de ellos indígenas– que deambulan destruidos por el crac, ante la mirada impune y cómplice de policías, jueces y fiscales, así como frente el bochorno de políticos que buscan el “blindaje” en vez de la honorabilidad.
El hombre moderno, el ciudadano de nuestros días, se ha olvidado de muchas cosas. Envueltos por el prestigio o éxito del momento, sumergidos en la pesada lucha por la supervivencia cotidiana o la siempre justificable preocupación por el dinero de cada día, que nunca es suficiente; hemos dejado de lado nuestra preparación para este encuentro dramático y gozoso con lo esencial, con nosotros mismos.
El hombre moderno prefiere el camino cómodo y rápido. Ocurre con lo más banal hasta con aquello más grave. Desde preferir tirar la basura a la calle para no “perder tiempo” buscando un bote de desechos, hasta pasar junto a un mendigo sin mirarlo, “para no meterse en problemas”, o bien, proponer el aborto en vez de invertir con seriedad en la educación y concienciación de padres y jóvenes, en el fortalecimiento de políticas de ayuda a las familias y protección de embarazadas, así como acceso a los servicios básicos de agua potable y salud pública para todos los hogares, entre otros. El hombre de nuestros días opta por el camino fácil que no siempre es el más verdadero y humano.
En este Jueves Santo, quizás valga la pena plantearnos cómo sería nuestro actuar despojándonos por un instante de nuestros bienes, de esa buena o mala fama que tenemos, del efímero poder político o de los pasajeros altos cargos, así como del prestigio logrado o perdido. Al final de cuentas todos nos encontramos ante el desafío de llegar a esta gustosa cena con un deseo ardiente de vivir y ayudar a la vida, con la paz de aquellos que no han tenido miedo de mirar de frente los reclamos del corazón; gente que saliendo de la comodidad buscaron una respuesta personal, y, entre debilidades y errores, intentaron el abrazo en positivo de la realidad que les ha tocado vivir. Buena Semana Santa.