Agitado y sudoroso, el diputado colorado ingresa a su oficina del Parlamento. Viene de la sesión en la que trataron la ley que obliga al Poder Ejecutivo a usar todos los fondos sociales de Itaipú y Yacyretá en la lucha contra el Covid-19. Lo recibe su secretario, con aire preocupado:
—¿Le pasa algo, diputado?
—¡Claro que sí! —dijo y se sentó en el sofá—. No puedo creer que hayamos perdido esta votación. Hay cosas con las que no hay que joder y una de ellas son nuestros fondos sociales. No podemos flojear en cuestiones tan delicadas. Y menos tan cerca de las elecciones. Demasiado me enerva que nos toquen esa plata.
—Tranquilo, diputado —le dijo y le sirvió un vaso de agua—. De repente, hasta resulta mejor haber perdido. La gente anda con mucha mala onda por la cantidad de muertos diarios. Nos culpan a nosotros. Nos iban a comer vivos si nos negábamos a usar ese dinero en la salud.
—Son los precios que hay que pagar en política si se quiere el poder. Habíamos acordado votar todos unidos, como otras veces. Por eso me pone mal que algunos nos hayan traicionado —secándose una lágrima indecisa que se deslizaba por la mejilla.
—Es que esta vez la presión es insoportable, doctor. Se vuelve uno un poco loco, empieza a pensar disparates. ¿No vio lo que le pasó al diputado Núñez?
—¿Quién? ¿Bachi?
—Sí. Empezó a presentar unos proyectos completamente ridículos. Primero ese por el que íbamos a exportar a nuestros enfermos de Covid para que sean tratados en los países vecinos. “Es algo que se está haciendo en Europa”, le bajó.
—¡Ehh! A mí también me pareció muy extraño. Pero como él es médico, no dije nada.
—Y, a continuación, presentó el segundo: “Si un personal de blanco se muere de Covid-19, su cargo será heredado por uno de sus hijos. No importa si entiende o no algo del tema.
—Cierto. Muy loco. Él no era así. ¿Y vos decís que es por la presión que estamos soportando?
—Evidente. ¿Quién aguanta que todos los días se diga que por culpa de la mezquindad de nuestro partido la gente se está muriendo en los hospitales? Demasiado pesado es, diputado. A nadie le gusta ser tratado de hijo de Satanás.
—¡Hijos del Moñái! —recordó recuperando la sonrisa—. El diputado Roberto González fue quien dijo eso, al sostener que era un sacrilegio tocar nuestros fondos sociales. Se hubiera quedado callado. Solo sirvió para que se le recuerde que tiene a un hermano, dos hijos y un yerno prendidos al presupuesto de las binacionales.
—Con el debido respeto, doctor, ese tu colega ya es un caradura. Más de dos mil millones de guaraníes por año se lleva su familia de las represas. Y, encima, él si que es el que con más fanatismo se niega a darle plata a la salud pública.
—¡E’a! Parece que vos también estás en contra del partido…
—Para nada, diputado. Hay que saber medir la temperatura de la calle. Soy bueno en eso. Por algo me trajiste como tu secretario.
—Y, bueno… De todos modos, la pelota tata está en manos de Marito. Veremos qué decide.
—No va a aguantar. Toda la bronca se va a concentrar en él. No va a durar dos días en el poder si llega a vetar. ¿No se dio cuenta de que ya comenzó a decir disparates? “El Paraguay tiene uno de los mejores sistemas de salud del mundo”, dijo la vez pasada.
—¡Nde tavy! ¡Escuché! Igual me duele dejar que toquen nuestros fondos…
—Es que la presión es insoportable, diputado.