Por Benjamín Fernández Bogado
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Un pensador decía que el ser humano era: mitad materia y mitad lenguaje destacando con ello la trascendencia que tiene lo que decimos y lo que somos. Así también, la ausencia de verbalización de lo que sentimos dice tanto como aquello que expresamos.
El Paraguay debiera por lo tanto también ser visto como un espacio y una historia de largos silencios inescrutables y complejos. Si analizamos el discurso político actual veremos la pobreza de argumentos, la ausencia de ideas que motiven y la tendencia grosera a la descalificación que pretende vanamente encubrir la falta de propuestas y de proyectos.
No es una Babel en el sentido bíblico, aunque tiene algo de la película del mismo nombre del cineasta mexicano González Iñarritu, quien pudo rescatar la notable complejidad de un tiempo lleno de ruidos con la incapacidad de hablar y de escuchar graficados en una personaje japonesa muy bien lograda. Así como los silencios dominan gran parte de nuestra relación, el insulto y el agravio han pasado a ser parte de una violenta alineación que ha desacreditado la práctica política, de manera tan gravosa que un diputado solicitó “oportunamente” esta semana que el BID invirtiera mejor sus créditos en cursos de español antes que en viajes a Harvard o a Washington. No es, sin embargo, una cuestión menor, la verbalización de la realidad política pasa de ex profeso por la exageración, la mentira, la necesidad del conflicto y la polémica con lo que se busca distraer la clara ausencia de una política publica bien gestionada que ataque claramente la pobreza, el subdesarrollo y el analfabetismo.
El actor político logra incluso en este ambiente de incertidumbre y de dudas presentarse como imprescindible en la lista de senadores sobre la base de la “capacidad para la refriega verbal” o la clara impudicia con que restriega argumentos sobre cualquier tema o personaje. La cuestión es embarullar, polemizar, escandalizar no proponer para negociar o lograr consenso.
El agravio es una manera tácita de aceptar en este tiempo desde la política la ausencia absoluta de ideas en torno al futuro. No interesa como mecanismo de la acción pública encontrar un eje sobre el que dialogar, la cuestión es encontrar un adversario de manera constante que permita mantener el juego dialéctico de agravios o bajezas con que se alimenta un tiempo signado por silencios, confusión, dudas e incertidumbre.
Proporcional a la degradación del verbo, el sujeto se vuelve intrascendente. Cualquier calificativo es posible, cuando más ruin mejor, porque supone despojar al ciudadano democrático de su capacidad de escandalizarse con lo que se vuelve un rehén del sistema que hace “política” sobre su silencio concesivo. La libertad solo significa degradación y la nostalgia autoritaria de silencios y palabras controladas cobra atractivo ante el desorden, el agravio y el insulto como mecanismo de relación cotidiana.
El filósofo austriaco Wittgenstein decía que el “el límite de tu mundo era el límite de tu lenguaje”. Claramente cuando escuchamos a nuestros mandatarios hablar sobre la mujer, el país, la economía, la sociedad e incluso sobre ellos mismos vemos cuán lejos está el mundo de la decencia, la dignidad y el desarrollo. La notable limitación paraguaya no proviene ni de su mediterraneidad ni de su bilingüismo, tampoco de su historia cargada de humillaciones y derrotas, nuestro acotado y degradado mundo es fundamentalmente un claro problema del lenguaje, y entre sus víctimas privilegiadas: los jóvenes, que nunca podrán hacer la “revolución” cuando para expresarse solo usan menos de 300 palabras por día de un idioma básicamente estructurado sobre 800... Por eso el que manda necesita degradar, insultar, humillar... porque es la única manera de saberse vivo.