Ayer a la tarde, se anunciaba finalmente que el conteo de un estado clave le daba los votos electorales necesarios al candidato demócrata, que logró no solo mayoría en el voto popular (recibió más votos que ningún otro candidato en la historia), sino también superaba el número de compromisarios electorales (270) para ser ungido presidente. Sin embargo, esto no supone el fin del pleito, ya que Trump pretende dirimir en estrados judiciales, y especular con un resultado similar al 2000 cuando la Corte Suprema frenó el conteo y dio la victoria por un puñado de votos al republicano George Bush Jr. sobre Al Gore. (Al menos hasta el cierre de este comentario, el presidente norteamericano no reconocía su derrota).
El complejo sistema electoral norteamericano resulta exótico comparado al sistema paraguayo, ya que es indirecto, y por eso resulta hasta contradictorio que no comprende cómo un candidato puede tener más votos y perder, como ya sucedió en la elección en el 2000 (Bush/Gore) y en el 2016 cuando Hillary Clinton superó a Trump, pero este se impuso porque ganó más estados. Pues bien, los seguidores de Biden decidieron no correr ese riesgo esta vez.
UN MUNDO MÁS HUMANO. El mundo respiró aliviado ayer con la derrota de Trump. La democracia que lo había puesto en el sillón hace cuatro años activó sus mecanismos de defensa para expulsarlo del sillón de la nación más poderosa del mundo y la democracia más antigua del mundo. La gente lo puso, la gente lo sacó.
Apenas se dio a conocer ayer que Biden superaba los 270 votos electorales necesarios, los mandatarios de los países más poderosos del planeta ya lo saludaron. Como si quisieran con ello blindar políticamente el resultado aún extraoficial.
La presidencia de Trump fue un extenuante reality show, dividiendo todo a su paso. Racista, xenófobo, machista, intolerante, homofóbico, negacionista del cambio climático y de la pandemia de coronavirus, peligroso estimulador de los supremacistas blancos, con estilo de matón de cantina, por citar algunas de sus características. Apenas asumió el poder se obsesionó por levantar murallas antes que puentes. El inconcluso muro que construyó en la frontera con México quedó a medio camino como símbolo separatista de su mandato. De hecho, Trump es su propio sepulturero, tenía mucho para ser reelecto (entre ellos, la economía), pero su estilo de gobernar en un estado de crisis permanente hizo que la mayoría silenciosa se movilice para frenar otros cuatro años de poder. Si bien es cierto que los ciudadanos reclaman y aplauden un presidente con firmeza, también los agobia aquellos que agitan permanentemente la división. Es una de las lecciones que quedan.
OUTSIDER. En 2016, Trump, el de la llamativa tez color zanahoria, se convirtió en presidente de los EEUU con un discurso duro contra la política, una corriente creciente en el mundo porque supo articular las catarsis y frustraciones de varios sectores de la sociedad. No cabe dudas de que es una figura disruptiva imparable, que arrebató al Partido Republicano su nominación y se vio obligado a resignarse porque Trump recuperó el camino de la victoria luego de ocho años del demócrata Obama. Los republicanos están hoy en la encrucijada: entre recuperar la institucionalidad o seguir bajo su apabullante regencia.
LOS PELIGROS. El mandato de Trump y la cantidad inmensa de seguidores que tiene en todo el mundo son señales de alerta. A pesar de su derrota, logró el apoyo de más setenta millones de ciudadanos, partiendo por la mitad a EEUU, lo cual lo convierte en un enemigo poderoso. En cualquier democracia, la disputa puede ser reñida, con márgenes mínimos. La gran diferencia la hacen los candidatos que respetan las reglas de juego, aceptan su derrota y saludan al triunfador. No llaman a la guerra a sus seguidores ni alientan inestabilidades. Como decía días pasados el ex presidente uruguayo Julio María Sanguinetti, en toda elección debe haber una ética de la derrota. “No es bueno para la democracia hablar de fraude y desafiar instituciones simplemente porque uno no acepta los resultados”.
Más allá del mandato controvertido con gruesas pinceladas de caricatura, la herencia más nefasta y peligrosa de Trump (no es el único ni será el último) es la polarización de la sociedad, alentar las posiciones extremas para imponer una sola visión del mundo e intentando borrar a la fuerza la riqueza de la diferencia y la tolerancia, agitando fantasmas fascistas en estado de amenazas constantes y delirantes teorías conspiraticias.
La marea naranja de la discordia es un peligro real; ha superado fronteras, llegando a Paraguay, donde despertó un inusitado movimiento a su favor, que cubre un amplio arco de fanáticos religiosos, terraplenistas, libertarios, antivacunas y uno que otro nostálgico de la dictadura.
Las coincidencias en esa reducida manera de ver el mundo son una señal de alerta para la dirigencia nacional democrática que debe evitar un escenario de colisión de no retorno. Esos son los momentos cuando surgen las candidaturas populistas que luego se convierten en pesadillas. La región es rica en ejemplos.
La polarización causada por la política es un peligroso camino que se debe evitar, porque puede ser más dañino para la democracia que cualquier otra plaga sanitaria.
Hay tiempo para frenar a los Trump criollos.