22 may. 2025

La idoneidad y la honestidad son requisitos esenciales para los que ejercen la función pública

La función pública, aunque haya sido aceptada por quien la ejerce, es una carga, y ha de ser desempeñada sin mácula. El funcionario público, no importa quién lo haya nombrado, está en su puesto para servir a las personas a las que debe exclusivamente toda su lealtad. Ninguna consideración personal ni partidaria puede modificar el hecho de que el funcionario es servidor público sin distingos, y que maneja bienes ajenos. Ninguno de ellos -no importa cuáles sean sus méritos- puede olvidar que su situación es siempre la de un empleado que debe rendir cuentas a su empleador: el pueblo.

Dos son los requisitos fundamentales para ser un buen funcionario: idoneidad y honestidad. Ambos son condicionantes y de ninguna manera pueden ser obviados. Una eminencia deshonesta es tan perniciosa o más que un honestísimo sin capacidad para su cargo.

La idoneidad puede ser presumida a través del currículum del postulante y de los títulos que presente; pero la honestidad es asunto que debe ser ratificado cotidianamente. Y si llega a surgir alguna duda razonable, se la ha de dilucidar de inmediato, suspendiendo inclusive las funciones del afectado hasta que se demuestre que sigue siendo honesto.

Cuando es conocida la situación económica anterior de un funcionario público, así como los progresos que pueda realizar con la remuneración que recibe, y sin embargo, el mismo va exhibiendo una posición económica que no concuerda en absoluto con esos datos, se puede pensar que la honestidad es un requisito ausente.

El crecimiento patrimonial injustificado puede ser prueba suficiente de que un funcionario que gana una cierta cantidad no puede poseer una residencia que cuesta varias veces más ni llevar un tren de vida que sobrepasa esa relación. Si lo hace, es porque está utilizando su cargo de servidor público en beneficio personal, lo cual es un delito con mayúscula y debe ser penado por esa transgresión.

El funcionario descubierto y señalado no debe continuar en su cargo. Para una nación, y más si se trata de una de recursos limitados, es un ejemplo negativo para todos el ver que la función pública convierta en magnates a los servidores públicos.

En nuestra administración pública, lamentablemente, hubo y hay funcionarios que habiendo sido antes personas de escasos recursos y modesto nivel de vida, se convirtieron en millonarios con un tren rumboso que suscita abiertamente el rechazo general.

Ningún cálculo, ninguna inteligencia, ninguna contracción al trabajo producen tales resultados si no media una deshonestidad ostensible. A juzgar por los resultados a la vista, hay funcionarios que han practicado de todo, desde el simple desfalco, hasta la más elaborada colusión, pasando por las comisiones, por adquisiciones y la manipulación de licitaciones públicas.

Estos funcionarios tienen que ser separados de sus cargos, no tanto por lo que la gente dice de ellos -que es mucho-, sino por la acusación que los mismos se hacen al evidenciar un patrimonio que honestamente jamás habrían podido concretar.

Los pilares fundamentales del progreso sostenido descansan en la decencia y honestidad prístina de los servidores de la República.

Si las instituciones no funcionan para sancionar a los funcionarios corruptos, es la ciudadanía la que debe erigirse en severos jueces para aplicar por lo menos sanciones morales. Para una sociedad, no hay nada peor que la impunidad.