La mayoría quiere vivir la fiesta en paz. Y quizás por su significado esa expresión se ha convertido con el tiempo en un clásico pedido de prudencia, de tregua caballeresca, de humana comprensión en muchos casos. Y hasta allí parece haber mucho consenso en su uso.
El problema surge cuando la subjetividad desordenada se apodera del lenguaje y los conceptos se transforman en herramientas de poder para imponer la propia voluntad al resto.
Ocurre mucho en estos tiempos posmodernos, por ejemplo, cuando se considera “la paz” como el estado de general e injusta sumisión a los caprichos de quien cree tener derecho exclusivo en el gerenciamiento de la fiesta.
Mientras se sigan sus caprichos habrá paz.
O bien, la paz se constituye en un cementerio de pensamientos, libertades y expresiones personales a cambio de “un no conflicto” que no tranquiliza, sino solo al que inventa las reglas de uso del camposanto en cuestión, llámese relación personal, familiar, social o incluso país.
Ni hablemos de lo que para muchos significa fiesta, su fiesta. ¿Diversión y excesos a costa de la tolerancia y del sacrificio del resto? ¿Individualismo extremo o egoísmo certificado disfrazado de energía vital? ¿Disponerse a recibir todo de todos y no considerar la reciprocidad de ese dar a cambio lo que corresponde? ¿Actos sin consecuencias? ¿Riesgos irresponsables y eterno infantilismo mental y emocional?
¿Qué es vivir la fiesta en paz? ¿Una alienación colectiva donde los sedantes de la supuesta tolerancia a todo se convierten en una máscara de felicidad que por dentro desfigura la grandeza de nuestra propia humanidad?
Para muchos, la fiesta es símbolo de la vida misma. Y la paz significa huir de los problemas, huir de las preguntas sobre el sentido de las cosas, huir de los compromisos, aunque ello implique renunciar a la propia libertad que tarde o temprano nos llevará a tomar decisiones y a asumir responsabilidades.
Es una pena que parte del sistema intente hoy tapar el sol de la experiencia humana en este mundo, con el dedito diminuto y frágil de las frases clichés y biensonantes: “Vivamos la fiesta en paz”. Apagar la dimensión trascendente, “morir y dejar morir” parece la consigna de los posmodernos, por el horror que les provoca cualquier incomodidad o dolor de la existencia. Pero el dolor trae consigo aprendizaje. Es parte del crecimiento personal y de la verdadera fiesta.
Saber enfrentar la realidad asumiendo la parte de justicia del deber cumplido que cada uno les debe a los otros es lo que permite descubrir una leticia, una alegría de vivir y un gozo, que es la que empuja a celebrar la vida. Es descubrir el amor humano en cada acontecimiento lo que da sentido a la fiesta.
Se publica este artículo un día después del Día de las Personas con Síndrome de Down y a pocos días de celebrarse el Día del Niño por Nacer. Estas celebraciones nos recuerdan esa fragilidad y esa grandeza que conviven juntas en la verdadera fiesta de la vida. También nos recuerda su misterio.
No podemos creer que disfrutaremos de la fiesta de la vida si contribuimos con el establecimiento de sistemas y culturas que descartan a seres humanos con la excusa de un progreso material sostenible. La paz implica la justicia, y la protección del derecho a la vida de cada ser humano desde su concepción hasta la muerte natural es el primero y esencial de esos actos de justicia que nos permiten vivir verdaderamente la fiesta en paz.