El primer día de la semana, el día en que resucitó el Señor, el primer día del mundo nuevo, está repleto de acontecimientos: desde la mañana, muy temprano, cuando las mujeres van al sepulcro, hasta la noche, muy tarde, cuando Jesús viene a confortar a sus más íntimos: “La paz sea con vosotros”, les dice. Y dicho esto les mostró las manos y el costado. En esta ocasión, Tomás no estaba con los demás apóstoles; no pudo ver al Señor ni oír sus consoladoras palabras.
Este apóstol fue el que dijo una vez: “Vayamos también nosotros y muramos con él”. Y en la Ultima Cena expresó al Señor su ignorancia, con la mayor sencillez: “Señor, no sabemos adónde vas; ¿cómo vamos a saber el camino?”. Llenos de un profundo gozo, los apóstoles buscarían a Tomás por Jerusalén aquella misma noche o al día siguiente. En cuanto dieron con él, les faltó tiempo para decirle: "¡Hemos visto al Señor!”. Pero Tomás, como los demás, estaba profundamente afectado por lo que habían visto sus ojos: jamás olvidaría la Crucifixión y Muerte del Maestro. No da ningún crédito a lo que los demás le dicen: “Si no veo la señal de los clavos en sus manos, y no meto mi dedo en esa señal de los clavos y mi mano en su costado, no creeré". Los que habían compartido con él aquellos tres años y con quienes por tantos lazos estaba unido, le repetirían de mil formas diferentes la misma verdad, que era su alegría y su seguridad: "¡Hemos visto al Señor!”. Tomás pensaba que el Señor estaba muerto.
De esta manera, cumpliendo con esa exigencia de la fe, que es darla a conocer con el ejemplo y la palabra, contribuimos personalmente a edificar la Iglesia, como aquellos primeros cristianos de los que nos hablan los Hechos de los Apóstoles: crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor.
A los ocho días, estaban de nuevo adentro sus discípulos y Tomás con ellos. Estando las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo: “La paz sea con vosotros”. Después dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel”.
La respuesta de Tomás es un acto de fe, de adoración y de entrega sin límites: ¡Señor mío y Dios mío! Son las suyas cuatro palabras inagotables. Su fe brota, no tanto de la evidencia de Jesús, sino de un dolor inmenso. No son tanto las pruebas como el amor el que le lleva a la adoración y a la vuelta al apostolado. La tradición nos dice que el apóstol Tomás morirá mártir por la fe en su Señor. Gastó la vida en su servicio.
Las dudas primeras de Tomás han servido para confirmar la fe de los que más tarde habían de creer en Él.
Si nuestra fe es firme, también se apoyará en ella la de otros muchos. Es preciso que nuestra fe en Jesucristo vaya creciendo de día en día, que aprendamos a mirar los acontecimientos y las personas como Él los mira, que nuestro actuar en medio del mundo esté vivificado por la doctrina de Jesús.
¡Señor mío y Dios mío! ¡Mi Señor y mi Dios! Estas palabras han servido de jaculatoria a muchos cristianos, y como acto de fe en la presencia real de Jesucristo en la sagrada eucaristía, al pasar delante de un sagrario, en el momento de la Consagración en la Santa Misa... También pueden ayudarnos a nosotros para actualizar nuestra fe y nuestro amor a Cristo resucitado, realmente presente en la Hostia Santa.
El Señor le contestó a Tomás: “Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído”. “Sentencia en la que, sin duda, estamos señalados nosotros -dice San Gregorio Magno-, que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Se alude a nosotros, con tal de que vivamos conforme a la fe; porque solo cree de verdad el que practica lo que cree». La Resurrección del Señor es una llamada a que manifestemos con nuestra vida que Él vive. Las obras del cristiano deben ser fruto y manifestación del amor a Cristo.
(Frases extractadas del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal)