08 may. 2024

La democracia según los modelos efervescentes

Blas Brítez

La desconfianza hacia las ciudades por parte de las confesiones religiosas se trocó en el siglo XVIII en adaptación social al ritmo de la Revolución Industrial, al surgimiento del proletariado como clase, nueva feligresía asalariada y díscola, hacinada en las urbes pecadoras y demoníacas, según el imaginario medieval de las iglesias occidentales.

North & South (1855), la extraordinaria novela de la escritora británica Elisabeth Gaskell (1810-1865), describe ese periodo de manera única y viva. Un clérigo de la aristocracia rural (padre de la joven e indómita protagonista) debe mudarse con su familia para trabajar de profesor en una ciudad fabril, a pesar del cargo de conciencia que ello le supone, de la degradación social que le espera. Su devota esposa se amarga porque intuye en Milton, la ciudad ruidosa y sucia en donde vivirán, una amenaza para sus creencias y su modo de vida. En la magnífica miniserie basada en la obra (2004), este miedo está expresado con dramatismo antiguo por la actriz Lesley Manville.

Cien años después de North & South, luego de dos guerras mundiales, el protestantismo vivía ya en las ciudades con el orgullo de una tradición crítica, religiosa y cultural de casi cinco siglos, entroncada en el contexto liberal en que se había desarrollado. Una tradición que alberga en su panteón, además de Martín Lutero (1483-1546), la vastedad de la música de Johann Sebastian Bach, los ominosos grabados de Albert Durero, la celestial poesía de John Milton, el modernismo catedralicio de T. S. Eliot y la prosa sociológica de Max Weber.

En la década de los 50, luteranos y anglicanos toman nota de una competencia interna: la que el sociólogo suizo Jean-Pierre Bastian identifica con los “modelos efervescentes de tipo pentecostal”.

Como en los tiempos previos a la novela de Gaskell y al Manifiesto comunista (publicado por la misma época), estos “modelos” retoman la evangelización de las masas rurales, pero también suburbanas, empobrecidas, desesperadas, temerosas. Las especulaciones irracionales, las propuestas fundamentalistas y la politización corporativa de sus bases florecieron bajo la influencia pentecostal, sobre todo en América Latina. Aquí se afincaron en las décadas siguientes, al calor de las dictaduras militares y el anticomunismo: mimados por la del chileno Pinochet, la del guatemalteco Ríos Montt, la de los generales brasileños, la del boliviano Bánzer. Por eso, las noticias más importantes en el Cono Sur, como se ve en Bolivia, no tienen que ver con la apertura de un supuesto nuevo periodo progresista, sino todo lo contrario.

Asistimos a la vigorosa presencia pública de las ultraderechas religiosas, a su ascensión al escenario político, a su impetuoso desafío a la preponderancia económica y cívico-existencial de la Iglesia Católica en materia de control social, a su apoyo financiero e ideológico al fascismo golpista por la vía de su vieja raíz antiliberal.

En algunos casos, como en Brasil, sus dirigentes ocupan curules parlamentarios desde los ochenta. No acostumbran a conformar partidos. Suelen preferir la cooptación de líderes. Finiquitan su radicalización, como han hecho en Paraguay en distintas agrupaciones. No hay Congreso en el Mercosur que no albergue una “bancada evangélica”, nutrida a veces, como los casi 200 diputados en Brasil. Prefieren redactar leyes reaccionarias antes que ser parte de un poder ejecutivo. Sin embargo, en Bolivia no fue uno sino fueron dos los candidatos pentecostales a la presidencia: juntaron más del 10% de los votos bolivianos, basada su plataforma en una agenda antiderecho, antipobre. En el caso boliviano, ese sectarismo intolerante trabaja casi exclusivamente en redes sociales y opera con software de análisis de datos en mano.

Este último parece ser la herramienta esencial de las nuevas estrategias fundamentalistas, como enseñaron Trump, Macri y Bolsonaro. Una política que pasta en el miedo y en el odio, en nombre de Dios.

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