28 mar. 2024

La Crónica del cadete y el capitán

Este es prólogo del libro Crónica del cadete y el capitán, la historia de una muerte ocurrida en 1962, cuyas consecuencias se alargan durante todo el resto de la dictadura de Alfredo Stroessner, hasta incluso las primeras décadas de la transición.

  • Alberto Varesini Closa
  • Abogado

El hallazgo de un cadáver pendiente de un arbusto de Tatarê en un lugar poco poblado del distrito de Santísima Trinidad, el 8 de diciembre de 1962, identificado por la Policía de la Capital, como el alumno del primer curso del Liceo Militar Acosta Ñu, Alberto Anastasio Benítez, fue el detonante de la más grande farsa judicial montada por el ministro del Interior, Édgar Linneo Ynsfrán. Todo ello para encubrir la muerte del cadete en las mazmorras del Departamento de Investigaciones, donde había sido sometido a refinadas torturas por motivos hasta hoy desconocidos. Los torturadores y quienes a ellos lo entregaron han de saberlo bien, aunque callan por cobardía los que aún viven y porque no pueden contarlo los que ya no están.

El doctor Alfredo Boccia Paz, autor de la obra que me honro en prologar, es quien con el mayor rigor histórico y científico evoca y relata los hechos tal cual ocurrieron en aquel momento, tomando como fuente principal de su laboriosa investigación, las casi mil páginas del expediente del juicio militar, donde se tramitó el mal llamado sumario instruido al capitán de Caballería don Napoleón Ortigoza y otros por el supuesto delito de homicidio en la persona del cadete Alberto Anastasio Benítez.

El 12 de enero de 1963, el diario La Tribuna, de la capital, publicó in extenso el texto de la conferencia leída el día anterior en el local del Círculo Policial de Asunción por el ministro del Interior ante lo más granado del entorno presidencial de Stroessner, en la que informaba que la muerte del cadete formaba parte de una vasta conspiración.

En el mencionado texto –que se dio en llamar la versión oficial del suceso– se daba por cerrado el caso tratando de explicar toda la dinámica del delito: la existencia de la víctima, el o los victimarios; cómplices y encubridores, si los hubiere; el móvil, el o los instrumentos del delito; el lugar, momento, la forma de ejecución, y las evidencias para la averiguación del hecho en un debido proceso penal común o penal militar.

Édgar L. Ynsfrán resultó ser bastante buen libretista, aunque pésimo argumentista. No se puede hacer una historia veraz con hechos inverosímiles, que fue justamente lo que hizo. Posiblemente creyó el ministro que todos se tragarían un relato prolijamente armado como relleno de un esqueleto compuesto de hechos falsos, imaginados para convencer a la opinión pública.

Pero pronto la verdad emergería. Su muerte se había producido bajo torturas en las mazmorras del Departamento de Investigaciones y sería utilizada para reprimir una supuesta conspiración político-militar contra el gobierno de Alfredo Stroessner. La familia, a más de soportar el sufrimiento producido por el asesinato del hijo en horribles circunstancias, fue forzada a guardar silencio para encubrir el crimen y no contradecir la historia que sostendría la tenebrosa autoridad oficial. Los padres fueron, incluso, obligados a denostar a personas inocentes a quienes el diabólico ministro del Interior había atribuido la autoría del homicidio

Así comenzó la historia de la trágica vida y temprana muerte del joven cadete Benítez que, en aquellos años, causó una enorme conmoción en la capital y, enseguida, en todo el país. Se inició posteriormente el juicio, en el cual tomé intervención el 18 de abril de 1963 por poder otorgado por Napoleón Ortigoza, en la jurisdicción militar. Habían pasado más de cuatro meses desde el inicio del proceso. Para entonces, Napoleón Ortigoza y sus supuestos cómplices Guillermo Escolástico Ovando y Domingo Regalado Brítez ya habían sido obligados bajo despiadadas y prolongadas torturas a firmar las declaraciones de su culpabilidad previamente redactadas por Ynsfrán, no tomadas en la Policía y reproducidas ad litem. Solo así se explica que las “confesiones” hayan sido “concordantes” con los hechos inventados y coincidentes en sus respectivas confesiones de cómo, cuándo, dónde y por qué fue asesinado el cadete.

Era tan explícita la publicación que, luego de chequear con Ovando y Ortigoza qué había de verdad o mentira en su contenido, llegué a la conclusión de que todo era una gran farsa para presentar al público un caso resuelto y cerrado a nivel policial. Tomé la firme determinación de ejercer la defensa de aquellas personas. Lo hice con la completa convicción de su inocencia. Mi actuación jurídica está descrita en las páginas de este libro. He pagado un alto precio por mi temeridad, debiendo abandonar el país para preservar mi vida o mi libertad.

Cuando, años después, pude volver, comprobé que la injusticia judicial y política continuaba. No me imaginaba entonces que ese caso tendría tantos capítulos posteriores que se convertiría en un muestrario de lo que fue la política paraguaya de las décadas siguientes. Esta obra ofrece un magnífico recorrido de lo acontecido entre 1962 y los días actuales.

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