07 dic. 2023

La cena

Al hojear las páginas del libro Vuelta al Edén. Más allá de la clonación en un mundo feliz (Taurus, 1998), del profesor Lee Silver, el lector experimenta una extraña sensación de que algo grande se avecina, o peor, algo nuevo se viene.

Silver explica al lector los detalles de la ingeniería genética y sobre todo la tecnología que permitirá “diseñar la vida de formas que eran inimaginables hasta hace pocos años”.

El lector queda anonadado al leer que “las tecnologías de manipulación genética serán inevitables y no podrán ser controladas por los gobiernos, ni las sociedades, ni siquiera por los científicos que las han creado”. La utilización de estas técnicas estará únicamente controlada por el “mercado”, ya que la demanda desbordará cualquier posibilidad de regularla.

¿Pero será posible todo esto?, se pregunta el lector. Silver contesta afirmativamente. Todo será posible, acota el lector, un tanto resignado. Podrá una mujer dar a luz una hermana genética idéntica a ella. Un niño podrá tener dos madres genéticas. Los padres elegirán a la carta las características físicas, talento y personalidad de su futuro hijo. Y el lector se inquieta al corroborar que él, varón, podrá quedar embarazado. Inspirado y empapado por la lectura dice: los avances genéticos cambiarán la auténtica naturaleza de nuestras especies.

Sin embargo, al vislumbrar el punto central del libro - ese extraño rito que exige marcar y subrayar, cual prisionero en un túnel a metros de la superficie- , su interés y su admiración menguan al intuir que su descendencia sufrirá las consecuencias de los avances genéticos.

Al lector le preocupa la situación que en el año 2350 experimentarán los seres humanos. En aquel entonces habrá sólo dos clases sociales, a las que se pertenecerá no por la riqueza, la raza o la educación, sino por la calidad de los genes. Las dos clases son las de los genricos (aquellos que están genéticamente enriquecidos) y los naturales (que no lo están). Los genricos representarán en esa época el 10% de la población norteamericana y portarán genes sintéticos que fueron creados en los laboratorios y no existían en la especie humana hasta que los genetistas reproductivos del siglo XXI empezaron a ponerlos allí. Todos los genricos tendrán capacidades inhumanas en el sentido tradicional: sería imposible que cualquier natural (el 90% restante) compitiese con ellos.

Los genricos, gracias a los genes sintéticos, resistirán a todas las formas conocidas de enfermedades humanas. Asimismo, aparecerán personas exitosas, hombres de negocios genricos, músicos genricos, artistas genricos e incluso intelectuales genricos.

La angustia del lector se acentúa al corroborar su incapacidad financiera - y probablemente la de sus descendientes- para conseguir situar a los suyos entre la gente rica en genes. Sus manos tiemblan al repasar una sentencia de Silver: “La sociedad está en vísperas de alcanzar el punto final de la polarización completa”.

“Ojalá que los nietos de mis nietos puedan ser genricos”, pronuncia suavemente, en la medida en que avanza la lectura del libro.

Y es que Silver le muestra a las claras cómo la economía, las finanzas, los medios de comunicación, el ejército, las industrias del entretenimiento y del conocimiento estarán en manos de los genricos.

La suerte de los naturales no pasará de ser obreros o funcionarios mal retribuidos, cuyos hijos asistirán a escuelas públicas especialmente acondicionadas a las capacidades y habilidades que el niño natural puede y debe desplegar. La escuela de los genricos es otra historia.

Recostada en el inmenso sofá, apretujando los botoncitos, la televidente busca “algo” para entretenerse. Se detiene en un canal y observa con atención la actitud de un científico tan peculiar como conflictivo.

Aparece en la pantalla un italiano de nombre Severino Antinori, alias el “El papá de los niños imposibles”. Responsable de cientos y cientos de fertilizaciones exitosas. Tan exitosas que en 1994 posibilitó a Rosanna Della Corte, de 63 años, dar a luz.

En la entrevista afirma haber clonado tres niños (dos chicos y una chica) que nacieron con el método de clonación, que tienen ahora 9 años y viven en Europa del Este.

Antinori dice haber utilizado, para el nacimiento de los niños, la versión desarrollada de la técnica aplicada para Dolly, el primer animal clonado.

Se negó a dar más detalles por respeto a las vidas privadas de las familias cuyos hijos serían los primeros seres humanos clonados.

A continuación aparece en pantalla un hombre de nombre Rael, líder del movimiento raeliano. Éstos creen que la inmortalidad será algún día posible gracias a la ciencia. El profeta Rael explica que se conseguirá siguiendo estos pasos:

1. Crear una copia genéticamente idéntica de alguien mediante las técnicas de clonación.

2. Hacer que el clon crezca y madure mucho más rápido de lo normal. De este modo, y mediante un proceso guiado de autoensamblaje de las células, o incluso un proceso nanotecnológico, se podrá crear un cuerpo humano en muy poco tiempo.

3. Transferir la memoria y la personalidad del individuo original al clon ya maduro.

A la hora de la cena, el hijo pide ayuda a sus padres para terminar una tarea. La profesora de Filosofía había instalado el debate en torno al levantamiento de las restricciones a las que fue sometida la investigación de células madre en los EEUU.

El hijo comenta que el ser humano desea convertirse en arquitecto de su propia evolución y por ello la profesora estaba preocupada, pues, según ella, nos exponemos a la muy real posibilidad de que perdamos nuestra humanidad.

El padre, emocionado, le enseña el libro de Lee Silver y le insiste en memorizar el término reprogenética. La madre, por su parte, en un tono académico, le narra con detalles la clonación de bebés y le pide investigar en internet sobre Rael.

Esa noche, de manera espontánea, la cena había dado paso a una interesante tertulia bioética.

En los EEUU, Obama dio vía libre a la investigación con células madre. ¿Un avance o un retroceso?

Opinión

José Manuel Silvero

Docente (*)

jmsilvero@intersophia.org

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