25 abr. 2024

La azarosa vida de un narcoabogado

Alfredo Boccia Paz – galiboc@tigo.com.py

Un jefe de jefes se merecería un nombre que inspire más respeto. Aun así, Cucho demostró tener los mismos gustos, excentricidades y suntuosidad de los narcos más legendarios de Colombia o México. Sus avatares con la Justicia colocaron en escena a una profesión peculiar: la de los profesionales que defienden a los traficantes de droga. Estos sí son los verdaderos abogados del diablo.

¿Por qué alguien acepta como cliente a uno de estos individuos? La respuesta es obvia: por dinero. Tanto, que permitirá al abogado una vida llena de lujos, a la que jamás accedería trajinando los pasillos de los tribunales con casos de gente común.

Relacionarse con uno de estos jefes es introducirse a un mundo distinto en el que el precio de las cosas se distorsiona de una manera excitante. Si su trabajo es eficaz, pronto vendrán autos, departamentos y compañías que, hasta hacía poco, el leguleyo solo veía en la televisión. Aunque no tardará en comprobar que se trata de un oficio riesgoso.

El narcoabogado se gratifica de estar magníficamente pagado, pero vive con miedo. Se siente en una cuerda floja. Su prestigio en el ambiente puede atraerle más clientes, pero esa fama suele ser el anticipo de epitafios. Está en un pedestal, pero con un pie en la cárcel y otro en un panteón.

Son los teóricos del narcotráfico. Conocen al toque expedientes, juzgados, directores de prisiones, periodistas y políticos. Saben el costo del soborno de fiscales, policías, guardiacárceles y jueces. Son los intelectuales orgánicos de ese bajomundo poco ilustrado, pero también profesionales todoterreno, dispuestos a transitar un camino pedregoso.

Los planteamientos éticos nunca estuvieron en su bagaje cultural. Cuando son confrontados, tienen una respuesta irrebatible: “Todos tienen el derecho constitucional a la defensa. Si no lo hago yo, lo hará otro”. Pero saben que el dinero de sus honorarios proviene de la droga. E, inevitablemente, terminan siendo tragados por el ambiente. La ambición los ciega. Pronto se convierten en asesores financieros, constituyendo sociedades legales que lavan el dinero sucio.

Enfiestados por el narco, deslumbrados con los lujos, son parte de la organización.

Es entonces cuando aparece la política como tentación irresistible. ¿Por qué no? El narcoabogado es ahora rico, tiene el respaldo del jefe y puede adquirir lo que le falta: reconocimiento social.

Convertirse en narcodiputado es una buena idea para el interesado, para su defendido y hasta para el partido, que lo acoge en una de sus listas necesitada de oxígeno financiero.

Esta es una descripción prototípica, pero es probable que usted tenga en mente a varios de nuestros diputados. No los odie tanto. Son unos delincuentes infelices, leales a sus patrones, pero que viven angustiados por la posibilidad de que, un día, el afecto deje de ser recíproco.

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