19 abr. 2024

Isaías 40: 10-13

Isaías, quien vivió el siglo VII a.C., fue un gran poeta político del consuelo. Del consuelo de un pueblo oprimido, en vías de liberación. En este sentido, la cita en Twitter de Isa. 40: 10-13 por parte de Sol Cartes Montaña —hija del presidente de la Junta de Gobierno del Partido Colorado y notorio empresario tabacalero— tuvo en la tarde del 26 de enero un carácter consolatorio para su padre, acicateado otra vez por el malísimo imperio del Norte. Donde más les duele, a él y a los suyos: en el bolsillo.

La Biblia es pródiga en consolaciones, consuelos bellísimos. Solcito parece ser una lectora oportunísima del milenario texto judeocristiano, si la juzgamos por tuitear al informado Isaías. En el Nuevo Testamento, según el muy reputado apóstol Juan, el (Gran) consolador del mundo, intercesor hasta la Segunda Venida de Jesús, es el Espíritu Santo: cuyo otro nombre es Cristo, cuyo otro nombre es Dios. Por otro lado, en la literatura latina clásica la consolatio es muy a menudo, como en el tuit de la hija de Cartes, un mensaje consolador: una carta a un pariente o a un amigo que sufrió una desgracia reciente, generalmente una muerte cercana, cuyo ánimo se quiere levantar con pensamientos profundos y sencillos. Así son las tres célebres consolaciones de Séneca, modelos de terapia estoica. En el Renacimiento humanista europeo, estas consolaciones florecieron con renovada inspiración tras el redescubrimiento de los manuscritos clásicos en los herméticos acervos monásticos.

El artista del consuelo para oprimidos, el anunciante más conspicuo del Mesías en el Antiguo Testamento fue sobre todo el acreditado introductor del monoteísmo en Occidente. Marcó el futuro del judaísmo, el nacimiento del cristianismo y del islam: religiones que siguen siendo, cómo no, políticas. Resulta interesante encontrar entonces que el muy persa rey Ciro fue el principal prototipo del Mesías que anunció para los judíos el profeta; el que proclamó universal, mucho tiempo después, el converso persecutor Paulo de Tarso. Hay unanimidad en que el reinado de Ciro fue de una tolerancia religiosa ejemplar. Ciertos pasajes de la Biblia trazables históricamente se encargaron de oscurecer, cuando no de difamar, la astrológica fama científica de Babilonia: aquel imperio de la diversidad, malvado (repentinamente), como Estados Unidos. Sin su tolerancia no hubiera habido Isaías, ni regreso del exilio, ni construcción del Segundo Templo patrocinada, según el historiador romano de origen judío del siglo I Flavio Josefo, con dinero conquistador árabe de un demasiado entusiasta Ciro.

La gran poesía de Isaías, como también ciertas manifestaciones de la consolatio romana, tiene la necesidad imperiosa de la diatriba como contrapunto del consuelo. No se vocea así nomás por ahí, arriesgadamente, la inédita y peligrosa idea del Dios único (entre tantos ídolos caldeos que, a despecho de los inspirados profetas, politeístas siguieron venciendo durante todavía varias centurias más); tampoco se promueve el monoteísmo revolucionario sin la ofensa, sin la mortal amenaza lanzada al mortal enemigo: “Los que luchan contra ti quedarán completamente exterminados”, citó Sol la injuria del viejo Isaías, en defensa de su viejo.

Su mensaje digital, mediante versículos por momentos cargados de lo más sobresaliente de la pluma del llamado por muchos eruditos Segundo Isaías (polémico autor de, al menos, los capítulos 40-66, siglos después del Primer Isaías babilónico), va dirigido a su asediado progenitor empresarial y a quienes, temerariamente, se le oponen: consuelo y diatriba, adhesión y amenaza. Es el literal lenguaje de un Dios que gobierna unos ejércitos que encarnan el Bien, mientras las demás huestes perversas, obviamente, el Mal. La diatriba es también el tipo de arrebato embrutecedor a que, sin la altura poética de Isaías, acostumbran las dictaduras y las mafias. Con el lenguaje, conditio sine qua non, pero también con la honda de David o las automáticas de la narcocracia en mano: si no es conmigo, es contra mí.

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