19 abr. 2024

Intolerancia positiva

El domingo pasado expliqué muy escuetamente en qué cosas creemos quienes no profesamos una religión ni damos por cierto que exista un creador. La intención fue apenas exponer un punto de vista, no adoctrinar ni mucho menos convencer a nadie de que desistiera de su fe. De alguna manera, sin embargo, el artículo sirvió también para testar, aunque solo sea en este reducido grupo de lectores ocasionales, cuáles son hoy nuestros niveles de tolerancia a la hora de confrontar ideas. Y los resultados no fueron los mejores.

Un número sorprendente de creyentes me escribieron en las redes citándome pasajes bíblicos y “conminándome” a que depusiera mi actitud de incredulidad, como si esta fuera ofensiva para su propia fe. Recibí duras advertencias sobre lo que me depara el futuro si me resisto a la conversión; y, por supuesto, no faltaron quienes apelaron directamente al insulto. Por cierto, me quedó claro que para algunos la palabra ateo es un adjetivo despectivo, una suerte de clasificación para personas sin moral.

Convengamos en que cualquier tema que involucre creencias religiosas genera reacciones pasionales y no pocas veces violentas. La historia de la humanidad está plagada de guerras y crímenes espantosos provocados por el fundamentalismo (religioso o ideológico). Esto no quiere decir, ni mucho menos, que la religión sea intrínsecamente mala. Estoy seguro de que a miles de millones de seres humanos la fe les ha permitido desarrollar una vida feliz. Siempre recuerdo a mis amigos creyentes que es más placentero creer en una vida después de la muerte que tener la convicción de que la existencia es meramente material y finita.

El punto es que la creencia o no en una deidad o en una dimensión espiritual no tiene por qué afectar la convivencia entre las personas. La fe o su carencia no hacen a la moral de las personas. No es cierto que lo bueno o lo malo esté determinado exclusivamente por la religión. Una vez le pregunté a un pastor cómo podía decir que había que interpretar la Biblia textualmente cuando podíamos encontrar en ella pasajes como este: “Si una joven se casa sin ser virgen, morirá apedreada”, o este otro: “Si alguien tiene un hijo rebelde que no obedece ni escucha cuando lo corrigen, lo sacarán de la ciudad y todo el pueblo lo apedreará hasta que muera”, ambos del Deuteronomio. El hombre respondió que hay exageraciones propias de su tiempo y que, por lo tanto, es necesario diferenciar lo que se puede de lo que no se puede o debe hacer.

Eso quiere decir que el pastor puede determinar qué es bueno y qué no en el texto religioso, lo que supone que su noción de bien y mal no está limitado a este; va más allá de lo que diga la literatura bíblica. Esto mismo pasa con quienes no profesan una religión. Todas las personas podemos tener un código de moral, una clara noción de lo correcto e incorrecto, independientemente de la creencia o no en un mundo espiritual o en seres místicos.

Puede parecer una obviedad, pero en sociedades tan conservadoras como la nuestra no lo es. Parte del aprendizaje de vivir en democracia pasa por entender que podemos coincidir en una serie de valores fundamentales, como el derecho a la vida y a la libertad o el acceso a la educación y la salud pública, partiendo de visiones ideológicas o creencias religiosas muy distintas.

Esas convicciones no pueden hacer buena o mala a una persona. Ser conservador o progresista en mis ideas, o creyente o ateo en materia religiosa, no me convierte automáticamente en un buen o mal ciudadano; son mis acciones las que me definen. Acaso lo verdaderamente deleznable es enarbolar las más honrosas consignas humanistas en el discurso mientras se condena a miles o millones de seres humanos a una vida miserable, destruyendo instituciones y alzándose con el dinero público. Solo con ellos es bueno y hasta necesario practicar la intolerancia.

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