18 abr. 2024

Generalización que no ayuda

Gustavo A. Olmedo B.

Generalizar no es, claramente, una de las acciones reflexivas más profundas y esforzadas del ser humano. Es casi instintiva frente a determinadas situaciones. En este sentido, puede ser resultado o de una reactividad o de la falta de datos o, directamente, de una mala intención; un acto premeditado con un objetivo. En efecto, la generalización abre camino hacia una conclusión errónea, no es realista.

“¡Son todos unos burros!”, decían en otras épocas ciertas maestras, cansadas de la revuelta en el aula o el desinterés de algunos de sus alumnos más ruidosos. Una generalización que embarraba incluso a aquellos más dedicados e interesados. Una expresión, quizá comprensible, conociendo el contexto, pero equivocada y hasta dañina.

Mucho de esto es lo que se vio en las manifestaciones realizadas recientemente frente a la Catedral Metropolitana en repudio al fallo judicial relacionado con el sacerdote denunciado por acoso sexual. Se podían ver carteles con frases como “Iglesia abusadora”, “todos los sacerdotes son acosadores”, “Iglesia es igual a muerte”, etc.

Y uno puede estar a favor o en contra de la institución eclesial, pero, en honor a la verdad, hay que decir que dichas expresiones no se ajustan a la verdad. No se puede ni debe meter a todos en la misma bolsa, ni tampoco corresponde pretender de un plumazo desmeritar todo el accionar de ella. Tristemente, muchos de los que promueven dichas expresiones, entre ellos, integrantes de organizaciones feministas radicales, y grupos políticos, lo saben muy bien. Y eso es preocupante y doloroso. Porque generalizar para crear confusión y así dañar la imagen de otras personas –sean quienes sean–; promoviendo una estigmatización social basada en el simple hecho de pertenecer a una entidad determinada, es un acto de deshonestidad.

La justicia se construye con la verdad, no con generalizaciones. Si un sacerdote comete un acto inmoral, ilegal o criminal, debe ser juzgado como corresponde. Es un acto individual que tiene sus consecuencias legales. La institución a la que pertenece se verá manchada, pero de ahí a promover que todos sus integrantes son abusadores, ya es otra cosa. Al igual que exigir justicia es una cosa, instar a actos vandálicos, otra.

No corresponde afirmar que “todos los médicos son incapaces” en base a experiencias de mala praxis; o que todos son brillantes, porque el mío lo es. Tampoco que “todos los funcionarios públicos son haraganes”, frase frecuente; y esto por más que se tenga una superpoblación estatal. Y aunque parezca absurdo o ingenuo decirlo, ni siquiera se ajusta a la verdad expresar que “todos los políticos son corruptos”; los hay en abundancia, pero basta con que existan dos o más –que los hay– para que dicha afirmación caiga por su propio peso. Se convierten en clichés que impiden identificar y enfrentar el problema.

Hay de todo en la viña y lo sabemos; gente que vive su compromiso con responsabilidad y sacrificio, y otra que no. El mal, la debilidad y el pecado existen. Demás está decir que la institución eclesial cuenta con vidas extraordinarias y frutos de bien incontables. Esta semana recordábamos a Maximiliano Kolbe, quien ofreció su vida por un padre de familia en los campos de concentración; al padre Alberto Hurtado, que recorría las calles de Santiago recogiendo mendigos y niños abandonados; y conocimos la historia de la monja carmelita que ofrece viviendas a mujeres trans en situación de vulnerabilidad. A estos habría que sumar tantos ejemplos similares en nuestro país.

Y aquí no se trata de ser cristiano, masón o ateo, progresista o conservador, sino del deseo de buscar ofrecer una crítica seria, abiertos incluso al error, pero apuntando a la verdad. Podemos estar de acuerdo o en contra de una persona o entidad, pero el desafío será siempre evitar las generalizaciones que destruyen y juzgar con responsabilidad y criterio. Así, nuestro accionar, por lo menos como intento, será lo más honesto y razonable posibles.

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