20 abr. 2024

Fatolandia

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Óscar Orué

Dos hombres llegaron hasta su casa en el barrio Ricardo Brugada, conocido popularmente como Chacarita. Eran tiempos de campaña y, además de pedir su voto para el candidato republicano y prometerle un lugar en la nómina pública, le solicitaron sus datos y su cédula de identidad. Le dijeron que era absolutamente necesario para iniciar los trámites de su contratación. Desempleado, sin formación ni la menor perspectiva de mejorar su calidad de vida –salvo que pudiera colgarse del presupuesto del Estado–, les entregó el documento sin chistar. Solo se lo devolvieron para que votara. Y fue la última vez que supo de ellos. No volvió a recordar el caso hasta hace dos meses…

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Su madre le dijo que le llamaron de Tributación porque necesitaban hablar con él. Creyó que la promesa del cargo finalmente cobraría cuerpo. En una oficina pequeña que parecía más bien un salón de interrogatorio le preguntaron por qué no estaba declarando sus ventas. Pensó que se referían a sus changas de las que como mucho le quedaban unos veinte mil guaraníes en el bolsillo. Entonces le mostraron las facturas emitidas a su nombre. Según ellas, en los últimos años le vendió insumos a una contratista del Estado por 51 mil millones de guaraníes.

Unos días antes estuvo en esa misma oficina otro vecino del barrio. De acuerdo con los registros del Fisco, había facturado a la misma contratista alrededor de cien mil millones de guaraníes. Su única actividad conocida la ejecuta con agua jabonosa y un escurridor. Es un limpiavidrios.

Otras 17 personas pasaron por la misma oficina de Hacienda. Son contribuyentes a cuyo nombre se emitieron cientos de facturas por miles de millones de guaraníes. La mayoría de ellos ni siquiera se habrían inscripto en el registro único de contribuyentes. No tenían RUC. De acuerdo con una puntillosa investigación encabezada por el siempre inquieto y políticamente molesto viceministro de Tributación, Óscar Orué, son facturas falsas utilizadas por una organización montada para robar dinero público.

Buena parte de estas facturas apócrifas registran supuestas ventas de insumos a una misma contratista del Estado, una consultora cuyo propietario es un ex chofer de colectivo de 81 años. Su único antecedente comercial es la administración de una despensa de barrio. El representante legal de la contratista es su yerno, el profesor de un colegio subvencionado que gana cinco millones de guaraníes mensuales.

Esta modesta contratista se apuntó más de 200 licitaciones de 17 municipios, una gobernación y varias dependencias del Ejecutivo por 157 mil millones de guaraníes. Casi todas son obras menores como la construcción o refacción de aulas, baños y empedrados vecinales. Lo que hace más notable su caso es que, según Tributación, no encontraron que la compañía haya comprado siquiera una bolsa de cemento o media docena de ladrillos. Tampoco contrataron albañiles. Debemos suponer que el octogenario y su yerno dieron cuenta del trabajo con sus propias manos.

Tributación se limitó a denunciar la existencia de facturas falsas. Aclara que estas pueden haberse generado para ocultar compras irregulares, sobrefacturaciones o justificar gastos de obras que nunca se hicieron. En cualquiera de los casos, el efecto final es un daño al patrimonio público. Es tarea de la Contraloría y el Ministerio Público probarlo.

El caso es solo una muestra de cómo se ejecuta el saqueo público en el país de los fatos. Quienes aparecen ahora son solo piezas menores de una maquinaria monstruosa construida desde la política para “autofinanciarse”.

Salvo honrosas excepciones, quienes ingresan a la política dan por descontado que cuando alcancen algún cargo público deberán generar desde allí los recursos para pagar la campaña que los catapultó, y financiar la próxima; además de garantizar un buen pasar para sí y los suyos. Lo peor es que hacer política es cada vez más caro, lo que supone en el tiempo un incremento en los niveles del latrocinio público o una mayor dependencia del dinero de los narcos… o los tabacaleros.

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