Pero no importa, las vacunas llegaron y eso permitirá que Julio Mazzoleni duerma algo mejor que el ministro de Salud del Uruguay, quien se despertó ayer escuchando una frase repetida en airados medios de comunicación: “Hasta los paraguayos tienen la vacuna y nosotros no”. Mazzoleni, con el aliento recobrado, expuso su próxima preocupación: “Hay que evitar a toda costa la conducta miserable de los que pretenderán colarse en la fila de las vacunas”.
Recordó al “Vacunagate” del Perú, donde una investigación periodística descubrió que el ex presidente Martín Vizcarra había recibido en octubre de 2020 la vacuna contra el coronavirus destinada a ensayos clínicos, sin ser uno de los 12.000 voluntarios que participaron de los mismos. Enseguida, se supo que mientras los enfermos de Covid se agolpaban en hospitales en busca de una cama, centenares de autoridades del entorno presidencial –ministros, diplomáticos, parlamentarios, rectores universitarios y sus respectivos familiares– recibían una irregular vacunación. Los peruanos se sintieron como los pasajeros de un barco que va hundiéndose mientras el capitán y su tripulación se adueñan de los pocos chalecos salvavidas
Sucedió lo mismo en México, donde médicos y administrativos del Instituto de Salud cometieron “influyentismo” –así lo llaman allí– al incluir a cónyuges e hijos en la lista de vacunaciones prioritarias.
La vacuna contra el Covid es un bien escaso y codiciado en todo el planeta, cuya distribución es muy compleja. Difícilmente se podrá cumplir la meta de vacunar a un tercio de la humanidad en un año. Por eso, incluso en países con mayor tradición de honestidad institucional se dieron casos escandalosos. En Estados Unidos los organismos de seguridad están sorprendidos por la extensión de la trama de estafas informáticas que invitan a programar citas para recibir vacunas “sobrantes” u ofertan aplicaciones domiciliarias con jeringas que contienen agua.
En España, nada menos que el jefe del Estado Mayor, el general Miguel Ángel Villarroya tuvo que renunciar por saltarse el protocolo para recibir antes la dichosa vacuna. Luego se supo que varios consejeros de salud provinciales, alcaldes, directivos de hospitales e, incluso, varios obispos –los de Mallorca, Cartagena, Tenerife, Orihuela-Alicante y el de Burgos– integraban la deshonrosa lista de abusivos que se metieron en la fila de prioridades con las más imaginativas excusas.
En algunos países se promovieron iniciativas parlamentarias para castigar a los funcionarios que se aplicaron la vacuna mediante trampas o que la hayan desviado hacia amigos o familiares. Varios de estos proyectos consideran que estas acciones constituyen algo más que una falta ética, que la simple destitución no basta y que deben tener una sanción penal.
Conociendo lo que sucede en otras partes del mundo, es fácil predecir lo que pasará en Paraguay, donde el cordón sanitario que separa a las vacunas de los corruptos es de lo más frágil.
Por ahora, las vacunas son pocas, pero cuando vengan más, políticos y funcionarios deshonestos pegarán sus zarpazos.
Habrá que estimular una conciencia colectiva que no perdone los privilegios, las avivadas y el uso político de las listas de distribución. Cada dosis desviada podría haber sido una vida salvada. Respetemos las prioridades y castiguemos a los prepotentes.
Esta sí es una causa nacional. Si los miserables no tienen miedo, perforarán todas las filas.