“El pueblo ejerce el Poder Público por medio del sufragio. El gobierno es ejercido por los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial en un sistema de independencia, equilibrio, coordinación y recíproco control. Ninguno de estos poderes puede atribuirse, ni otorgar a otro ni a persona alguna individual o colectiva, facultades extraordinarias o la suma del Poder Público. La dictadura está fuera de la ley”.
Esta es la base constitucional de nuestro sistema de gobierno, según el artículo 3, de la Carta Magna.
Sin embargo, nuestros ciudadanos convencionales, cuando hicieron la actual Ley Suprema, venían de una dictadura totalitaria de más de 35 años, por lo que no querían volver a caer en algo similar. Por eso, rompieron ese equilibrio que dicta la misma Constitución.
Es que, en teoría, tenemos un gobierno presidencialista, pero en la práctica, es el Poder Legislativo el que tiene más poder, lo que se asemejaría, salvando las distancias, a un gobierno parlamentarista.
Así, el Congreso puede destituir por juicio político al presidente de la República, al vicepresidente y a los ministros de la Corte Suprema de Justicia, mientras que ellos “autoenjuician” a sus pares sin que ninguno de los otros poderes tenga intervención alguna en ello.
Es más, el presidente no puede ser reelecto, los ministros de la Corte, según la interpretación de los congresistas aunque no del Poder Judicial, deben ser confirmados por ellos por dos periodos para ser inamovibles. No obstante, esto se rompió por la interpretación de los mismos ministros del Máximo Tribunal. Mientras tanto, los legisladores pueden ser reelectos per secula seculorum.
A esto se suma que controlan el presupuesto, lo cambian a su gusto y paladar, definen sus dietas, las elevan a placer, a más de varias otras atribuciones. De la sola lectura de los capítulos constitucionales, tenemos sus atribuciones en varios artículos, mientras que las del presidente y de los ministros de la Corte en uno o dos artículos.
Lo que quisieron los convencionales es evitar otra dictadura del presidente, pero pasamos a la dictadura del Congreso. Y esto se puede ver en los hechos acontecidos en todos estos años de vigencia de la Ley Suprema. Si un presidente no tiene mayoría en el Congreso, no podrá gobernar, lo que hace que nuestro país sufra las consecuencias.
Es que los legisladores socaban su presupuesto, sus inversiones, su actuación en cualquier ámbito. A esto se suma que el titular del Ejecutivo, o los ministros de la Corte, tienen amenazas de juicio político por cualquier motivo durante todo su periodo presidencial o en el Poder Judicial.
Es más, pese a que según el artículo 201 de la Carta Magna, “los senadores y diputados no estarán sujetos a mandatos imperativos”, en sus partidos amenazan con echarlos si no votan como manda el partido.
Con ello, otros deciden por los parlamentarios, lo que hace que muchas veces ni ellos sepan cual es la postura que deben tomar en un momento dado.
Esto, por supuesto, es muy peligroso para la democracia, ya que se sabe muy bien que el líder de un movimiento político o partido, que ni siquiera es miembro del Congreso, con su apoyo, puede mantener un presidente o destituirlo, si así lo quisiera, por la obediencia de sus parlamentarios.
Los juicios políticos ya se dieron varias veces. Ahora, hay pedido de juicio para al tercer presidente en los 27 años de la vigente Constitución. No entro a juzgar si hubo o no motivos, ya que mis colegas lo analizaron hasta el hartazgo.
Lo peor de todo es que ni siquiera son los legisladores los que deciden sobre el juicio político o no, sino que se resuelve entre los caudillos, por lo que ni siquiera tienen autonomía para eso, pese a sus poderes.
Creo que es hora de cambiar nuestra ley madre, porque con la actual, en la trípode de poderes sobresale el Legislativo, que lo hace dictatorial y rompe el equilibrio.