Todos necesitamos un espacio ordenado para vivir, trabajar y cumplir aspiraciones. Deseamos administraciones transparentes del dinero público y las instituciones. Soñamos con parlamentarios interesados en el bien común y no solo en el poder y jugoso salario. Es decir, pretendemos –y con justa razón– políticos decentes, aquellos capaces de desarrollar la buena política, “no de la que es sierva de las ambiciones individuales o de la prepotencia de grupos o centros de interés”, como bien lo recordó el papa Francisco en la Plaza del Pueblo, en Cesena.
El problema es que en Paraguay, tristemente, pareciera que ya nadie espera nada de los hombres y mujeres que ingresan al campo de la política. Ya pocos la consideran una actividad “noble"; más bien es tenida como “sucia y podrida”. Político es casi sinónimo de corrupto. Con él la mentira, las promesas populistas –imposibles de cumplir– y las medias verdades están aceptadas.
Próximas las elecciones, urge encontrar políticos decentes en nuestro país. No tenemos salida. Muchos creen que el Paraguay puede seguir igual, a los tumbos, con coimas, planilleros, evasiones y contrabando; pero no. Toda estructura corrupta se desgasta y consume en sus propias contradicciones. No en vano se afirma que “la corrupción es la polilla de la vocación política”.
En este momento no solo tenemos la difícil tarea de descubrir a políticos interesantes para el desarrollo económico, social y cultural, sino también el compromiso personal y familiar de favorecer la formación de gente honesta y capacitada para los cargos electivos y representativos. ¿Tenemos algo que ver con ello?
El problema es siempre antropológico, el ser humano educado, sensible al drama ajeno o endurecido por la avaricia o regido por ideologías mezquinas. El político no cae del cielo; crece en una familia sana o entre la violencia; se educa en una escuela o en la calle; convive con amigos o se destruye entre pandillas. ¿Quién determina estas opciones para él, las que condicionan su presente y futuro? ¿Quién educa la libertad del niño, del joven?
Como también lo dijo Francisco a un grupo de alcaldes: “Para abrazar y servir a la ciudad hay que tener un corazón bueno y grande”. Y la verdadera política quizás no necesita más que de esto: hombres y mujeres con virtudes y principios humanos, abiertos a la vida y dignidad humanas, con “un corazón grande”, que reconocen al semejante –sea del color que sea– como un bien, y se saben iguales a él, con las mismas necesidades y carencias. La pregunta es qué realmente se desea en la vida y qué vale la pena sacrificar por ello. En este punto, sin dudas, se debate el político decente, pues, a la larga, aunque parezca ingenuo decirlo, quien busca la verdad y la abraza termina siendo un bien para todos.