25 abr. 2024

El último Quijote jesuita

Hay quienes ya lo han dado por muerto, pero él admirablemente sigue resistiendo todos los golpes. A sus 92 años, postrado en cama por los achaques de un cuerpo cansado, pero con un espíritu imbatible, con extraordinaria lucidez, Francisco de Paula Oliva, el querido pa’i Oliva, escribe: “No le temo a la muerte. Sé que es inminente, pero quiero morir en mi casa”.

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Cuando escribe “casa” se refiere, indudablemente, al marginal Bañado Sur de Asunción, en donde vivió, trabajó e iluminó a tantos desde su regreso. La dictadura de Stroessner lo había expulsado en 1969, acusándolo de ser un subversivo sacerdote extranjero que le lavaba el cerebro a los jóvenes con “ideas comunistas”. Justamente él, quien, a pesar de haber nacido en su lejana Sevilla, muy pronto adoptó a esta patria como su mayor tesoro y ha buscado siempre, con su prédica y su trabajo pastoral, que la gente aprenda a pensar “con cabeza propia”.

Cuando pudo retornar, en 1995, el aeropuerto rebosaba de personas con banderas y abrazos. Oliva sabía muy bien que estaba volviendo para quedarse. Revestido de leyenda y de heroísmo cívico, pudo haber elegido algún cenáculo intelectual, privilegiado y cómodo, desde donde aportar su sabiduría, pero no. Era Oliva. Decidió instalarse entre los más pobres del Bañado.

Lo conocí en esa época, en Pa’i Róga, en el barrio San Cayetano, cuando me invitó a un tour periodístico por los basurales de Cateura, donde desembocaban las cloacas de la ciudad junto a una escuelita de niños descalzos. Me mostró lo que se podía hacer, a pesar de tantas limitaciones: El comedor popular, la radio comunitaria Solidaridad, los grupos de salud, las experiencias de autogestión… la dignidad que se iba recuperando paso a paso, la sonrisa que estallaba en las caritas infantiles, las flores entre la basura, los pies en el barro y el grito en el cielo.

No se cansaba nunca. Organizó convivencias para estudiantes urbanos en las villas, una manera de ayudarles a descubrir desde adentro esa realidad que duele y necesita ser cambiada a partir del compromiso personal. Creó proyectos como el Foro Ciudadano, el Programa Mil Solidarios para conseguir becas de estudios para jóvenes humildes; el Parlamento Joven, apostando a formar nuevos líderes.

Apoyó sin condiciones la gesta ciudadana del Marzo Paraguayo y la lucha de los campesinos del Caso Curuguaty. Se volvió un ejemplo vivo de coherencia en la lucha por otro mundo posible, de solidaridad sin condiciones con las causas nobles y justas, de una religión humana asumida en carne propia junto a los más humildes.

Oliva es el último Quijote jesuita, un incansable constructor de utopías al que nunca dejaremos de agradecer que haya elegido al Paraguay como su patria adoptiva en la piel y en el alma, aunque su patria esencial sea toda la humanidad.

Hoy sus superiores quieren proteger su deteriorada salud y lo mantienen muy bien cuidado en Taita Róga, el hogar-hospital de la congregación, pero Oliva pide volver a su casa en el Bañado para vivir allí sus últimos días. Sus amigos y seguidores reclaman que se respete su voluntad, garantizando que van a organizarse para cuidarlo. Habría que entender que este gran hombre se lo merece.

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