Miriam Morán
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Como nunca antes la bandera del club Cerro Porteño me emocionó. No fue la que se utilizó durante la entrega del trofeo de campeón del torneo Apertura, sino la que acompañó a Josías Valiente (12) hasta el Cementerio del Sur.
El festejaba, como cualquier niño, otro campeonato de su querida azulgrana cuando una bala disparada por Leoncio Piatti le atravesó la cabeza. No era la primera vez que el hombre disparaba un arma en el barrio. Pero fue la última vez que Josías gritó “¡Cerro campeón!”
La mamá del niño pidió justicia. Algunos vecinos e integrantes de la barra brava de Cerro quisieron hacer justicia, pero por mano propia.
Una semana antes, el 23 de noviembre, era una joven de 23 años, Claudia Lezcano, quien perdía la vida. Mientras viajaba en un colectivo, un asaltante la acuchilló porque trató de retener su bolso.
Josías podía haber sido mi hijo. Claudia podía haber sido su hija. Ambos eran chicos contenidos, con una familia que con gran sacrificio los protegía y los guiaba con principios cristianos.
Ambos hechos expusieron una vez más y en el transcurso de una sola semana los síntomas de la degradación social, que comenzó a incubarse hace rato. Y demostraron que la formación cívica y moral no existe o es tan débil que no da frutos.
En el primer caso es la prepotencia impune, tan corriente, tan propia de gente vinculada a algún tipo de poder, aunque sea el poder hablar al cohete y por cuanto micrófono abierto hay por ahí. Y es otra señal de que los resortes de control público son muy flexibles con los amigos.
La reacción de los vecinos de Josías es un recordatorio de que no hay confianza en la Justicia, de que las autoridades perdieron el respeto de la ciudadanía, y de que mucha gente no tiene idea de que la violencia no se erradica con violencia.
La muerte en el colectivo es otra muestra del destino al que conduce el abuso de poder, la insensibilidad, la corrupción, el mal gobierno de los líderes propulsores de la política del bolsillo propio. Y es que cuando la cabeza no funciona el cuerpo se resiente.
Estas tristes experiencias ratifican la percepción de que el respeto a la vida y a la dignidad humana se quedan en el discurso. Es obvio que la sociedad paraguaya asiste al velorio de sus principios y valores. Pero sin duelo.
¿Será capaz de resucitarlos? ¿Estará dispuesta a hacerlo? No es fácil mantener la integridad en este país. Pero vale la pena el esfuerzo, antes de que la resurrección se haga imposible.