Desde las primeras páginas de la Biblia, el trabajo aparece como parte de la condición humana. Después del pecado original, Dios le dice al hombre: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan” (Gn 3,19). San Pablo refuerza esta idea con firmeza: “El que no quiera trabajar, que no coma” (2 Tes 3,10). También ordena: “Les mandamos, en nombre del Señor Jesucristo, que trabajen tranquilamente y se ganen el pan que comen” (2 Tes 3,12).
El mensaje es claro: Vivir a costa de los demás, sin contribuir con el propio esfuerzo, es una distorsión del plan de Dios. El trabajo dignifica, desarrolla nuestras capacidades y nos hace responsables ante nosotros mismos, nuestra familia y la comunidad.
Sin embargo, el trabajo no lo es todo. El mismo Dios, al crear el mundo, descansó el séptimo día. Por eso, en Éxodo 20:8-11 se nos manda: “Acuérdate del día sábado, para santificarlo”. El descanso es también un mandato divino, necesario para renovar el cuerpo y el espíritu, y para dedicar tiempo a Dios.
Otro aspecto esencial es el salario justo. Jesús, al enviar a sus discípulos a predicar el Reino de Dios, les dijo: “El obrero merece su salario” (Lc 10,7). El trabajo debe ser justamente retribuido, reconociendo la dignidad de quien lo realiza.
Trabajo, descanso y salario forman así una tríada que nos ayuda a entender el trabajo no solo como obligación, sino como vocación y camino de santificación.
Más allá de su dimensión terrenal, el trabajo tiene también un aspecto divino. Jesús mismo dijo: “Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo” (Jn 5,17). En su vida terrenal fue carpintero, trabajando con sus manos junto a San José. Y en su misión, dijo: “Debo realizar las obras del que me envió” (Jn 9,4).
El trabajo está presente a lo largo de toda la revelación bíblica. Así como Dios nos hace cocreadores de la vida en el amor conyugal, también nos hace copartícipes de la creación a través del trabajo: “Sean fecundos y multiplíquense, llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo y a todos los seres vivientes que se mueven sobre la tierra” (Gn 1,28).
Dios nos confía la tarea de transformar el mundo, de administrar con responsabilidad los bienes de la creación, y de ponerlos al servicio de todos, especialmente de los más necesitados.
Por último, todo trabajo cristiano debe estar impregnado por el mandato del amor. El primer mandamiento es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón” y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Así nos enseña Juan el Bautista: “El que tenga dos túnicas, comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo” (Lc 3,11).
El trabajo, entonces, es un medio para amar, para servir, para compartir. En el Plan de Dios, el trabajo no solo construye el mundo: Construye también el Reino.