La interpelación dirigida a todos aquellos que le siguen encuentra un especial eco en el corazón de Pedro, quien, movido por una singular gracia, contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Jesús le llama bienaventurado por la respuesta llena de verdad, en la que confiesa abiertamente la divinidad de Aquel en cuya compañía llevan ya meses. Este es el momento escogido por Cristo para comunicar a Pedro que sobre él recaerá el Primado de toda su Iglesia: Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella.
Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que alares sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra quedará desatado en los Cielos. Será la roca, el fundamento firme sobre el que Cristo construirá su Iglesia, de tal manera que ningún poder podrá derribarla. Y el mismo Señor ha querido que diariamente se sienta apoyado y protegido por la veneración, el amor y la oración de todos los cristianos.
¿Cómo es nuestra oración diaria por su persona y por sus intenciones? Es mucha su responsabilidad, y no podemos dejarlo solo. Si deseamos estar muy unidos a Cristo, lo hemos de estar en primer lugar con quien hace sus veces aquí en la tierra. “Que la consideración diaria del duro peso que grava sobre el Papa y sobre los obispos, te urja a venerarles, a quererles con verdadero afecto, a ayudarles con tu oración”.
Estos poderes espirituales tan grandes son dados a Pedro para bien de la Iglesia, y, como esta ha de durar hasta el fin de los tiempos, esos poderes se transmitirán a quienes sucedan a Pedro a lo largo de la historia. El Magisterio de la Iglesia siempre ha subrayado esta verdad; la Constitución dogmática sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, afirma: “este santo Concilio, al seguir las huellas del Vaticano I, enseña y declara con él, que Jesucristo, Pastor eterno (...), puso en Pedro el principio visible y el perpetuo fundamento de la Unidad de la Fe y de la Comunión.
Una antigua fórmula resume en muy pocas palabras el contenido de la doctrina acerca del Romano Pontífice: ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus. Donde está Pedro, allí está la Iglesia, y allí también encontramos a Dios. “El Romano Pontífice –enseña el Concilio Vaticano II–, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la multitud de los fieles”.
Nosotros queremos estar con Pedro, porque con él está la Iglesia, con él está Cristo; y sin él no encontraremos a Dios. Y porque amamos a Cristo, amamos al Papa: con la misma caridad. Y como estamos pendientes de Jesús, de sus deseos, de sus gestos, de su vida toda, así nos sentimos unidos al Romano Pontífice hasta en los menores detalles: le amamos sobre todo por Aquel a quien representa y de quien es instrumento. “Ama, venera, reza, mortifícate –cada día con más cariño– por el Romano Pontífice, piedra basilar de la Iglesia, que prolonga entre todos los hombres, a lo largo de los siglos y hasta el fin de los tiempos, aquella labor de santificación y gobierno que Jesús confió a Pedro”.
En los Hechos de los Apóstoles se pone de manifiesto el amor y la devoción que los primeros cristianos sentían hacia Pedro: sacaban a los enfermos a las plazas y los ponían en lechos y camillas para que, al pasar Pedro, al menos su sombra alcanzase a alguno de ellos.
Se contentaban con que les llegara la sombra de Pedro. ¡Sabían bien que muy cerca de él estaba Cristo! Recibimos con su palabra una claridad meridiana en medio de las doctrinas confusas que proclaman –hoy, como en el pasado– tantos falsos profetas y tantos falsos doctores. Tengamos hambre de conocer las enseñanzas del Papa y de darlas a conocer en nuestro ambiente.
Ahí está la luz que ilumina las conciencias; hagamos el propósito de recibir su palabra con docilidad y obediencia interna, con amor.
(Del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal)