En sus inicios sus principales usuarios eran departamentos de policía y servicios de seguridad que encontraron ventajas en la tecnología aplicada por Clearview para reconocer facialmente a millones de personas, en lo que el fundador de la compañía califica como una “red neuronal de vanguardia” que convierte todas las imágenes que captura en la web y en las redes a fórmulas matemáticas con geolocalización instantánea de personas que ni tienen idea de que están siendo vigiladas.
La llamada cuarta revolución industrial o revolución digital trae consigo el manejo de los Big Data, el Cloud Computing (acceso remoto a softwares a través de las famosas nubes), el Internet de las Cosas (IdC-interconexión digital de objetos cotidianos con internet), la inteligencia artificial y la ciberseguridad. No es difícil entender porque hoy en día los datos son considerados ya como el nuevo petróleo del siglo XXI.
Es un tema importante porque con la digitalización del mundo, el distanciamiento con o sin pandemia, el debilitamiento de las instituciones intermedias que protegen a las personas, además del crecimiento exponencial del morbo, inversamente proporcional al de los valores morales, estamos literalmente cada vez más expuestos y a merced de la buena voluntad de los desarrolladores tecnológicos.
Es cierto, el acceso a la tecnología es necesario, útil e increíble por su capacidad y rapidez, pero no podemos desconocer su lado desafiante y hasta oscuro. Por un lado, la falta de alfabetización digital nos lleva al subdesarrollo laboral y económico, y es una deuda pendiente para países como el nuestro. Pero, por el otro lado, está el vértigo de lo que entregamos a cambio de participar: ¡nuestros datos!
Se habla incluso de un “cambio de paradigma” cultural y social. Solo recordar el informe de Kaspersky Lab que señala que el 83% de las aplicaciones que instalamos en los celulares acceden a datos sensibles de los usuarios.
En esta revolución ya no es el petróleo, sino los datos la nueva materia prima más valorada y en el mercado lo que “se puede hacer” suele confundirse con lo que “se debe hacer” o “es lícito”, he ahí donde una vez más tendremos que velar para que los datos se empleen para el bien personal y social o constituirán una trampa mortal.
¿Cómo conciliar el afán de exposición e interacción pública que crece en toda una generación de usuarios digitales con la seguridad y el respeto a la intimidad? Es de considerarse lo que el escritor y profesor israelí Noah Harari sentencia: “El poder hoy está en manos de quien controla los algoritmos”.
El reconocimiento facial con inteligencia artificial es solo la punta de un iceberg de lo que está en juego cuando de ética se trata en el manejo tecnológico. Una vez más apremia considerar la dimensión moral de nuestras acciones con seriedad, o la represa de la ley terminará cediendo a los violentos embates del poder tecnológico en manos codiciosas e inescrupulosas.
Urge incluir como objetivo de desarrollo sustentable trasversal la promoción de una antropología personalista que ponga como criterio central del progreso a la dignidad humana y no solo a las ganancias económicas o el poder político. La educación en el manejo responsable de las TIC debe pasar por poner en valor la verdad y la transparencia, impulsando el respeto hacia la intimidad de las personas concretas insertas en su familia y en su comunidad, por encima de la ambición de alcanzar un éxito comercial político, a costa de la manipulación y el control social a gran escala.