En diferentes ámbitos se percibe el avance de una cultura que pareciera que rechaza todo aquello que tenga alguna vinculación con lo religioso o una experiencia de fe. Una mentalidad que lentamente va instalando la idea que una sociedad es más moderna y desarrollada cuanto más atea o agnóstica sea. Una especie de desprecio hacia las experiencias personales o colectivas de este tipo.
Se percibe un cliché –afirmación superficial repetida de forma acrítica– de tipo prejuicioso que se instala silenciosamente y que, incluso, con el tiempo, como ya se vislumbra en algunos países, va fomentando un ataque a las libertades fundamentales, como la de educación o la misma libertad religiosa, vitales para el fortalecimiento de una sociedad.
En Quebec (Canadá) hay una ley que prohíbe a muchos empleados públicos el uso de cualquier símbolo que tenga un sentido religioso en el lugar de trabajo. La normativa prohíbe los pañuelos musulmanes, la kipá judía y los crucifijos cristianos, y “cualquier objeto” que se utilice “en conexión con una convicción o creencia religiosa”. Un ensañamiento sin mucho sentido.
Situaciones y propuestas similares están vigentes en países de Europa, continente que hoy reniega de las raíces que la reconstruyeron.
Días pasados, una mujer, Isabel Vaughan-Spruce, se encontraba parada cerca de la Clínica BPAS Robert en Birmingham (Inglaterra), cuando unos oficiales la detuvieron. Los uniformados actuaron tras la denuncia de una persona que sospechaba que la mujer se encontraba rezando en silencio; algo prohibido en la cercanía de esta clínica de aborto BPAS, por disposición judicial. Isabel fue detenida y luego puesta en libertad bajo fianza, informa el portal ACI Prensa. Es decir, rezar en silencio en un espacio público y a favor de la vida de inocentes por nacer se volvió un crimen. Interesante fenómeno para el debate de hacia dónde nos encaminamos como sociedad, ante el silencio y la complicidad de organizaciones y medios de comunicación.
A días de celebrar la Navidad este tema viene al caso, y uno podría decir que cuesta creer que aquel inocente Niño de Belén, con su mensaje de paz, sea la causa de tal alboroto.
Somos testigos de una sociedad que también promueve la eliminación del pesebre y el Niño, de la cultura que ha generado. Hay gobiernos, ideologías y centros de poder a los que no les cae bien el humilde establo, sus personajes y toda la propuesta que representan.
Pero intentar borrar la esencia de esta celebración no una pretensión realista. Quizá el pesebre sea borrado de escuelas y familias, como ya ocurre, pero con ello no acabará.
El problema no es la divinidad con rostro humano que habría sido visible hace 2000 años, sino la necesidad del hombre de hoy que clama un evento así. La cuestión es presente y ontológica. Está claro que la fe es respuesta a un deseo imborrable de infinito.
Mientras exista el ser humano con su corazón insaciable, mientras persista la oscuridad que enfrentan las personas; mientras haya agujeros en el alma que no logran cicatrizar ni siquiera con el dinero, el éxito o el amor alcanzados, la Navidad seguirá siendo una propuesta de correspondencia disponible, a ser verificada.
Y es que el Niño del que hablamos, según lo que sabemos de él, no tiene miedo a la oscuridad de nuestra naturaleza; no teme bajar hasta la profundidad quizás lúgubre de las miserias que muchas veces experimentamos las personas en silencio, y desde allí ofrecer una promesa de luz, una mano guía. En medio de la oscuridad existencial o del tramo opaco del cotidiano, una presencia así es una necesidad.
Siempre que haya alguien capaz de reconocer la melancolía del alma que no se cura “porque siempre falta algo”, el pequeño del establo y su promesa serán signos de esperanza para la humanidad, y quizás, a través de quienes lo siguen, la posibilidad también de experimentar el abrazo inesperado siempre necesario, que sostiene, y ese perdón que sana.