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Esta segunda parte de El Hobbit sirve como punto de inflexión. Como decíamos el año pasado, Jackson se veía obligado –justificadamente– a hacer más caso a su adaptación de El señor de los anillos que a la propia novela de Tolkien.
En esta segunda parte el giro es incuestionable, la novela va quedando rezagada y la película se va configurando como una precuela precisa para El señor de los anillos.
No es para menos. ¿Por qué desviarse de los recursos, la narrativa y la estética logradas en la anterior adaptación de la saga? Ambas aventuras ocurren en la Tierra Media y no tendría sentido cambiar las cosas. Al contrario, Jackson las potencia al máximo e incluso se atreve a más de lo que hizo en El señor de los anillos.
En este sentido, es indudable que la mención y aparición de Sauron es de una osadía a la que solo Peter Jackson, un tolkiano leal, se atrevería. Claro que la estrella en esta segunda parte es el dragón Smaug, recreado maravillosamente y con una personalidad muy acertada y acorde para los tiempos oscuros que se vienen. Smaug anuncia a Sauron y la conexión entre saga-precuela y saga-secuela se hace plena.
Entonces, ¿por qué no convocar a la agilidad élfica de Légolas? ¿Por qué no ver esa misma agilidad en una versión femenina gracias a la belleza de Evangeline Lilly? Jackson se toma muchas otras libertades con respecto al texto adaptado y con esto sigue redefiniendo el género épico.
Sin duda es el estreno de la temporada de vacaciones, que nos deja con unas ganas de ver la tercera parte final, que sin duda será antológica.