20 abr. 2024

El inspirador espíritu de Tiríka

Tiríka me cae bien. Lo relaciono con una cándida imagen infantil que reapareció ante mis ojos en estos días al revisar viejos álbumes de fotos familiares de Bella Vista, guardados por mi padre, fallecido hace algunas semanas.

Allí estamos mis hermanas y yo jugando con un pequeño y juguetón gato montés que alguien le había regalado en alguna de sus periódicas jornadas de pesca en los ríos de Mato Grosso.

Recuerdo que, a los pocos meses, las garras, dientes e instinto del gatito crecieron tanto que dejaron en claro que sería imposible domesticarlo, por lo que el felino fue devuelto a un hábitat más acorde a su naturaleza. Esto ocurría hace más de medio siglo, cuando no se tenían los conocimientos ecológicos de hoy.

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El hecho es que aquel dichoso animalito, que me hizo efímeramente feliz, reaparece hoy en mi vida.

Ahora se llama Tiríka y es ídolo popular. Es el símbolo carismático de los Juegos Odesur y ha logrado conectarse magníficamente con la hinchada por su simpática y energética buena onda. Tiríka baila, encesta, maneja lanchas, es karateca, hace calentamiento, vibra con el público y logra convertirse en aquello que todos los diseñadores de mascotas de grandes torneos deportivos sueñan y casi nunca logran: un símbolo inconfundible y querible. Bien por sus creadores.

En realidad, debo reconocer que el éxito de este gato montés no fue la primera sorpresa que me dieron estos Juegos, sino la tercera. Es que no tenía muchas expectativas, la capital se preparó pésimamente y el Centro Histórico está deteriorado. Odesur parecía tener ese mismo perfil gris. Sin embargo, dos cosas sorprendieron a todos: una inauguración espectacularmente bien organizada y, a continuación, competiciones colmadas de un público bullicioso y estimulante.

De repente, la pacata Asunción volvió a vivir el ambiente de ciudad repleta de gente, tal como había ocurrido hace tres años cuando fuimos sede de la final de la Copa Sudamericana.

Entonces, nos invadieron unos cuarenta mil santafecinos, hinchas del Colón, pero aquello solo duró dos días. Lo de ahora es más largo y más internacional. Y, como siempre, nos permite ejercitar aquello en lo que somos muy buenos: la hospitalidad.

Pero, además, se respira entusiasmo. Hay banderas tricolores, sensación de alegría compartida, de identidad, de masas moviéndose hacia las mismas graderías con los mismos cánticos, apoyando a atletas que practican deportes algo exóticos.

Detrás de cada competidor, hay historias individuales y familiares que por primera vez tienen lugar en la prensa. Paraguay tiene más medallas que nunca. Hay motivos para festejar.

Hay algo en el ambiente que me recuerda el espíritu del Bicentenario. Yo recuerdo aquella alegría algo inmotivada. Era mayo de 2011. Hace once años. Había gente que decía que no teníamos nada que festejar, pero había una fiesta de banderas, de gente en las calles y las plazas, de teatros llenos, edificios iluminados, de entusiasmo común y espontáneo.

Aquello fue fenomenal, pero no duró mucho. De hecho, si uno se pone a pensar, desde entonces, no hemos tenido otro motivo colectivo para festejar. El fútbol no nos dio ninguno, la política mucho menos. Bienvenidos sean, pues, estos Juegos Odesur para recordarnos que hay un Paraguay mejor, de gente joven, decente y esforzada que puede llevarnos adelante.

En este querido país en el que nos autoflagelamos durante casi todo el año, por culpa de una de las clases políticas más corruptas del continente, es necesario aferrarse a salvavidas de autoestima. El entusiasmo de la gente es uno de ellos.

Hay que festejar la alegría. Si Tiríka es el símbolo, vuelvo a quererlo, como a aquel gato montés de mi infancia.

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