Lo primero que salta a la vista del personaje rico es que no tiene nombre. Posee, en cambio, una ingente riqueza que le permite dar espléndidos banquetes a diario. También viste prendas muy costosas para subrayar su posición social y el poder adquisitivo de que goza. En efecto, la púrpura era un tinte lujoso de color muy duradero elaborado a base de moluscos de mar, y el lino finísimo solía traerse directamente de Egipto. Eran telas propias de monarcas. En cierto sentido, este rico encarna de forma anónima y plana a todas las personas y sociedades opulentas.
En cambio, el pobre de la parábola sí tiene nombre. Es alguien concreto para Jesús: lo llama muy a propósito “Lázaro”, forma griega de Eleazar, que significaba en hebreo “Dios ha ayudado”. Este personaje refleja a todas las personas que padecen necesidad o sufren injustamente. Nos recuerda también a Lázaro, el amigo enfermo que Jesús resucitó en Betania, según cuenta san Juan, y que el Sanedrín decidió matar.
Jesús emplea algunas categorías conocidas en el judaísmo de su tiempo para explicar el destino final del rico y el pobre Lázaro. El relato no parece interesado tanto en describir cómo es el mundo futuro, sino en subrayar dos cosas: la inmortalidad del alma y la justa retribución divina por todas nuestras acciones.
El hombre rico acaba mal y es condenado al Hades. En medio de su tormento, pide a Abrahán que alerte a sus hermanos del castigo que les espera con una señal más llamativa que las meras Escrituras. El rico evidencia en todo su proceder la actitud de quienes piden milagros para creer y, a la vez, culpan a Dios de su indiferencia religiosa y su forma de vivir.
Jesús advierte de que esta mentalidad vuelve tan ciegos a los hombres, que no creerían aunque viesen un muerto resucitar. De hecho, el rico ni siquiera era capaz de ver el signo visible que Dios ponía delante de su puerta todos los días: el pobre enfermo y hambriento al que solo se acercaban los perros para lamerle las heridas. Por eso el rico mereció el castigo. Como aclara san Juan Crisóstomo, el personaje “no era atormentado porque había sido rico, sino porque no había sido compasivo”.
Jesús señala así el peligro que nos acecha a todos y, en especial, a los que poseen bienes: la indiferencia hacia los demás y hacia los que sufren. (Lo que el papa Francisco ha llamado repetidamente la cultura del descarte).
La parábola nos anima pues, entre otras cosas, a vivir de forma personal y colectiva las obras de misericordia, como una forma clara de atajar la indiferencia. En la medida en que podamos, hemos de procurar remediar la indigencia humana, la cual –como dice el Catecismo– “no abarca solo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa”.
En este sentido, san Gregorio Magno explicaba que “cuando damos a los pobres las cosas indispensables, no les hacemos favores personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia”[4].
Por otro lado, a los que sufren les acecha también el peligro de la desconfianza hacia Dios, que parece no escuchar y que deja hacer y triunfar al cínico y al poderoso, a quienes se querría criticar y denunciar por sus abusos.
El silencio manso y elocuente del pobre Lázaro nos invita a ser fieles y confiar en Dios, que sabe premiar la virtud y retrasa todo lo posible el castigo, hasta preferir ser acusado de indolente antes de dejar de ser compasivo.
La figura de Lázaro (“Dios ha ayudado”) nos anima a rezar por los demás y a vivir la paciencia que, como dice san Josemaría, “nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino se mejoran con el tiempo”[5].
(Frases de https://opusdei.org)