A lo largo de la historia de la humanidad, la principal causa de los grandes conflictos internacionales, ha sido el desafío que presentaban las potencias emergentes a la potencia dominante de la época.
Por ejemplo, a inicios del siglo XX Europa dominaba al mundo, Inglaterra era la potencia dominante, pero Alemania desafiaba su hegemonía.
Las dos guerras mundiales fueron la consecuencia de este enfrentamiento, que llevó a Europa a la destrucción y a los Estados Unidos al ascenso como la nueva potencia dominante.
Pero rápidamente surgió el desafío de la Unión Sovietica, que hizo que el mundo se dividiera en dos grandes bloques ideológicos. Como ambos disponían de armas nucleares, el enfrentamiento fue por medio de guerras periféricas, como la de Corea y la de Vietnam.
En 1989 la caída del muro de Berlín y el desplome del bloque comunista, dejó momentáneamente a los Estados Unidos como la única superpotencia, y al capitalismo como el único sistema económico.
Pero en esa misma época, la China -un país pobre, rural y con más de mil millones de habitantes- estaba saliendo de su aislamiento, integrándose al mundo capitalista, e iniciando un gigantesco proceso de industrialización y de urbanización.
Hoy China ya es la segunda economía más grande del mundo y en un futuro cercano –el 2020- va a ser el mayor mercado con una clase media de más de 600 millones de personas (tres veces el Brasil y casi dos veces EEUU).
Ante esta situación numerosos analistas se preguntan ¿hasta dónde va a ser posible una convivencia armónica, entre un Estados Unidos hegemónico y una China ascendente?
En una primera mirada parece que a ambos les conviene la cooperación, porque a diferencia de la Unión Sovietica que estaba aislada, China está integrada al sistema capitalista, porque recibe inversiones de todo el mundo, compra productos de todo el globo e invierte en los Bonos del Tesoro norteamericano.
Pero en una mirada más profunda vemos varias áreas de competencia que pueden llevar a una relación confrontativa.
En el 2011 el gobierno de Obama definió que la nueva política norteamericana iba a ser un “reequilibrio estratégico mirando al Asia-Pacifico”.
Ese reequilibrio va a hacer, que EEUU que hoy tiene un gran porcentaje de sus Fuerzas Armadas en Europa, donde estaban los conflictos del siglo XX, vaya a concentrar el 60% de sus fuerzas en el Pacifico, donde estarán los conflictos del siglo XXI.
Este reequilibrio va a hacer, que EEUU presione a países aliados –como Japón, Corea del Sur y Australia que hoy son poderosos económicamente pero débiles militarmente- a rearmarse, para juntos asegurar el libre tránsito de las rutas marítimas o...en caso de conflicto poder bloquear las rutas de acceso a China.
Este reequilibrio esta haciendo, que EEUU impulse la Asociación Económica Transpacífico -conocida por su sigla en ingles TPP- un acuerdo de libre comercio entre 11 países aliados de la región, que fortalecerá su presencia en esa parte del mundo.
China por su parte también está dando pasos que generan cada vez mayor tensión; esta reforzando sus Fuerzas Armadas con el segundo mayor presupuesto de defensa del mundo, esta invirtiendo masivamente en países proveedores de su materia prima, esta acercándose estratégicamente a Rusia que posee un gran arsenal nuclear y esta construyendo con los BRIC una alianza que pueda contener el predominio norteamericano.
En el Paraguay tenemos que entender todos estos grandes cambios en el mundo y ver qué oportunidades y qué amenazas significan para América Latina y para nuestro país.
Salvando las distancias, nosotros también tenemos que hacer un “reequilibrio estratégico” mirando al Asia. En la década del 50 nuestra política exterior fue mirar al este, hacia el Brasil, para reducir nuestra dependencia de la Argentina.
En el siglo XXI tenemos que seguir mirando al este, pero también tenemos que mirar al oeste, hacia el Pacifico, porque allí estarán las oportunidades y...también las amenazas.