Dios es bueno con nosotros, nos ofrece gratuitamente su amistad, nos ofrece gratuitamente su alegría, su salvación, pero muchas veces no acogemos sus dones, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros intereses; e incluso cuando el Señor nos llama, muchas veces parece que nos da fastidio.
Algunos invitados maltratan y matan a los siervos que entregan las invitaciones. Pero, no obstante la falta de adhesión de los llamados, el proyecto de Dios no se interrumpe. Ante el rechazo de los primeros invitados él no se desalienta, no suspende la fiesta, sino que vuelve a proponer la invitación extendiéndola más allá de todo límite razonable y manda a sus siervos a las plazas y a los cruces de caminos a reunir a todos los que encuentren. Se trata de gente común, pobres, abandonados y desheredados, incluso buenos y malos -también los malos son invitados- sin distinción. Y la sala se llena de «excluidos».
El Evangelio, rechazado por alguno, encuentra acogida inesperada en muchos otros corazones.La bondad de Dios no tiene fronteras y no discrimina a nadie: Por eso el banquete de los dones del Señor es universal, para todos. A todos se les da la posibilidad de responder a su invitación, a su llamada; nadie tiene el derecho de sentirse privilegiado o exigir una exclusiva. Todo esto nos induce a vencer la costumbre de situarnos cómodamente en el centro, como hacían los jefes de los sacerdotes y los fariseos.
Todos estamos llamados a no reducir el Reino de Dios a las fronteras de la «iglesita» -nuestra «pequeña iglesita»- sino a dilatar la Iglesia a las dimensiones del Reino de Dios. Solamente hay una condición: Vestir el traje de bodas, es decir, testimoniar la caridad hacia Dios y el prójimo.
(Frases extractadas de http://www.vatican.va).