28 mar. 2024

El amigo Al

Luis Bareiro – @Luisbareiro

La reacción de los diputados (con las honrosas excepciones de siempre) fue la misma del alumno que –cuando la maestra entró al salón y encontró el dibujo de un miembro viril en la pizarra– se levantó de inmediato y antes de que ella atinara siquiera a preguntar, le gritó con la voz quebrada: “Yo no fui, profe, le juro que yo no fui”. Es lo que se conoce como confesión inconsciente, una reacción involuntaria ante la certeza de la culpa.

A pocas horas de que el pleno de la Corte Suprema de Justicia rechazara un recurso de inconstitucionalidad de la Contraloría, dejando en claro que la declaración jurada de bienes de los funcionarios electos y con altos cargos debe ser pública, la mayoría de los diputados sancionó con su voto, abstención o ausencia una ley que convierte la declaración falsa en un mero error administrativo; vale decir, despenalizaron la producción de un documento público de contenido falso. Repito, se llama confesión inconsciente. En cada uno de esos rostros pudimos ver dibujado el enorme falo de la corrupción.

Lo que nuestros honorables representantes nos confesaron impúdicamente con su acción u omisión es que mintieron en su declaración jurada de bienes. Pero, como si ello no fuera suficiente, además nos quieren hacer creer –y ratificarlo por ley– que se trató de una mentira menor, un detalle irrelevante que debería poder blanquearse con una multa.

Es como decir “sí, cometimos adulterio, una y otra vez, pero fue solo sexo. Te pago la cena y olvidamos el desliz”. El detalle que pasan por alto es que no se trata de una cuestión de moral, sino de una acción que nos lleva inevitablemente a la sospecha de corrupción. Poco nos interesa su infidelidad conyugal, sí nos preocupa que la financien con nuestros impuestos.

No hacen faltan tecnicismos para entender la gravedad de mentir en una declaración jurada. La ley nos obliga a todos a declarar ante el Fisco nuestros ingresos, gastos y bienes, y sobre esa base pagamos los impuestos.

Si nos equivocamos con algunas cifras, por ejemplo, descontando el mismo gasto de la liquidación de dos impuestos distintos como el IVA y la Renta Personal, Tributación puede considerarlo un error y corregirlo cobrándonos una onerosa multa. Pero, si ocultamos parte de nuestros ingresos o escondemos algún bien, Hacienda remitirá inmediatamente el expediente al Ministerio Público y terminaremos procesados por evasión de impuestos y bajo riesgo de acabar en prisión por un lustro.

El objetivo de la declaración jurada de los funcionarios es detectar posibles casos de corrupción. La idea es que todos sus empleadores –nosotros, los contribuyentes– podamos saber qué bienes tenían al ingresar a la función pública, cuáles fueron sus ingresos a partir de su nombramiento y cómo evolucionaron sus patrimonios.

Quien cobra un dinero del Estado debe saber que al hacerlo acepta las reglas de la transparencia que exige el servicio público. Quien quiera mantener confidencialidad y revelar su situación económica solo ante el fisco, debe permanecer en el sector privado.

Despenalizar el falseamiento de los datos es una castración jurídica. Si mentir no tiene una consecuencia penal, qué impedirá que los funcionarios oculten sus bienes. Quién sería tan tonto de confesar un enriquecimiento ilícito, si ocultarlo no tiene mayores consecuencias, salvo alguna ocasional multa, y ello solo luego de un tratamiento administrativo que puede durar años.

Uno de los argumentos más absurdos esgrimidos por quienes quieren mantener en secreto su declaración jurada es que publicarla puede ponerlos en peligro. Es una verdad a medias. La publicidad los expondrá ciertamente al escrutinio de cualquier ciudadano que quiera saber sobre la evolución patrimonial de sus representantes o funcionarios. Pero, resulta delirante suponer que los delincuentes seleccionarán víctimas agotando páginas virtuales de la Contraloría General de la República.

Puro verso. Lo que les roba el sueño a ciertos burócratas y políticos es la historia de aquel italoamericano a quien nunca pudieron probarle un hecho ilícito en su actividad laboral, pero sí que ocultó determinados e inconfesables ingresos al Fisco y lo metieron preso por evasión; Alphonse Gabriel Capone, Al, para sus amigos.

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