Una transición ordenada es lo que se espera en cada cambio de gobierno. Paraguay cumplió ya 34 años de vida en democracia. Estas han sido décadas en las que ciertamente se fue fortaleciendo el sistema democrático, pese a las grandes deudas sociales que todavía cargamos.
El 30 de abril asistimos a la octava elección presidencial consecutiva desde el fin de la dictadura de Alfredo Stroessner. La democracia que logramos construir no es perfecta, pero se debe reconocer la importancia del traspaso de mando pacífico desde entonces. En estos 34 años, y de las ocho elecciones, el Partido Colorado, sostén fundamental de la dictadura, ganó siete elecciones; la excepción fue el traspaso de Nicanor Duarte Frutos a Fernando Lugo, quien lideró una coalición política que por única vez derrotó en elecciones generales a la ANR; e incluso entonces el proceso no sufrió contratiempos.
No obstante, se debe señalar que el periodo establecido entre el día de las elecciones generales y el día en que asume el presidente electo es muy extenso, dura unos tres meses y medio.
Ese periodo de transición es necesario para el traspaso del mando de un presidente a otro, y para organizar los cambios en la administración de las instituciones del Estado. Si consideramos que el traspaso en este 2023 se hace de un gobierno colorado a otro gobierno colorado podríamos suponer que el cambio no debería ser más que un proceso burocrático simple. De hecho, es conocido que en países más desarrollados y con democracias más fortalecidas apenas se altera la administración del Estado, pues con el cambio de ministros es suficiente para el nuevo gobierno, considerando que el aparato estatal es una máquina que funciona eficientemente, y para el único interés y beneficio del ciudadano y su bienestar.
Lamentablemente, a nuestro país le falta mucho para llegar a ese ideal. Y es por eso que estos tres meses se vuelven eternos por las consecuencias que tiene en nuestro aparato estatal, en nuestras instituciones, la asunción de un gobierno nuevo que entrará a hacer un cambio total de los funcionarios, no solamente los considerados de confianza.
Es así que durante este largo proceso se producen fricciones, y las transiciones de un gobierno colorado a otro del mismo color partidario no siempre son pacíficas ni tan ordenadas como el caso que tenemos actualmente. De hecho que en los últimos meses hubo cierto nivel de confrontación que al final pudo superarse, y ya el equipo de transición del presidente electo, Santiago Peña, ha comenzado a trabajar sin contratiempos.
Lo que se debería revisar en algún momento es el periodo tan extenso de esta transición. A esta etapa que vive el gobierno saliente se le denomina el síndrome del pato cojo y señala la pérdida de apoyo que estos gobiernos sufren de sus propios partidos y de su electorado, ya que, como es de suponer, todo gira en función al nuevo gobierno que asumirá el poder.
La consecuencia inmediata, además de la ansiedad que pueda generar en el nuevo grupo que ingresará a la administración pública, es que se produce una suerte de tiempo muerto, una pausa durante la cual todo se detiene. El gobierno saliente debe gobernar hasta el final, pero en estos casos ya con escaso oxígeno; mientras que el nuevo gobierno tiene la presión de asumir el mando y lograr que la administración del Estado siga funcionando. Lo más importante es que, independientemente de los desacuerdos entre los grupos políticos, incluso si son del mismo partido, la clase política debe entender que es inadmisible para el funcionamiento de un país dejar de tomar decisiones en una transición tan larga, y que al final perjudica a la economía del país.