Los santos fueron hombres y mujeres que tuvieron un gran deseo de saciarse de Dios, aun contando con sus defectos. Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Tengo verdaderamente ganas de ser santo? Es más, ¿me gustaría ser santo? La respuesta será afirmativa, sin duda: sí. Pero debemos procurar que no sea una respuesta teórica, porque la santidad para algunos puede ser un ideal inasequible, un tópico de la ascética, pero no un fin concreto, una realidad viva. Nosotros queremos hacerla realidad con la gracia del Señor.
Hemos de comenzar por fomentar en nuestra alma el deseo de ser santos, diciendo al Señor: «Quiero ser santo»; o, al menos, si me encuentro flojo y débil, «quiero tener deseos de ser santo». Y para que se disipe la duda, para que la santidad no se quede en sonido vacío, volvamos nuestra mirada a Cristo.
Él es el iniciador. Si no fuera así, nunca se nos habría ocurrido la posibilidad de aspirar a la santidad. Pero Jesús la plantea como un mandato: Sed perfectos, y por eso no es extraño que la Iglesia haga sonar con fuerza esas palabras en los oídos de sus hijos: «Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro de su estado».