25 abr. 2024

Defendamos nuestras familias

Luis Bareiro – @Luisbareiro

Casi todos los seres humanos pertenecemos a una familia y desarrollamos nuestras vidas en torno a ella, no importa cómo esté constituida ni cuántos miembros tenga. Nuestros mayores afectos, nuestras peores desgracias, nuestras alegrías y nuestras penas nacen y mueren en la mayoría de los casos en esa célula social, ese grupito de seres humanos que se convierte, salvo pocas excepciones, en nuestra razón de ser.

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Luego se le suma el círculo de los amigos -casi una extensión de la familia- y finalmente los compañeros de la vida, del día a día, del trabajo, de la causa, del pasatiempo o de la fe. Esa pieza fundacional sobre la que se sostiene la civilización humana ha sufrido pocos cambios a lo largo de la historia. Y no corre el menor riesgo de extinguirse. Y esto es así incluso por un imperativo natural. Nacemos desvalidos y necesitamos de los adultos para sobrevivir. No hay ninguna razón que nos haga suponer que ese rasgo característico de nuestra especie vaya a cambiar en los próximos miles de años.

Esto no quiere decir, sin embargo, que las familias no hayan padecido y padezcan graves problemas vinculados con la cultura de las sociedades donde desarrollan sus vidas. Allí encontramos desde arbitrariedades como los matrimonios que eran arreglados e impuestos por los padres, hasta verdaderas salvajadas como la mutilación sexual de las niñas. En general, las particularidades de cada sociedad se ven reflejadas en sus familias, o puede que sea justamente a la inversa.

En Paraguay, herederos de la tradición romana del “pater familias”, construimos un modelo teórico de familia en el que el hombre ejerce la jefatura del hogar. En la práctica, sin embargo, quizás por nuestra historia que nace con familias constituidas por el conquistador español y las nativas entregadas por sus familias, y se sacude con la hecatombe de la Guerra Grande que redujo al mínimo la población masculina, hay más familias con jefas que jefes de hogar.

Si hacemos memoria, todos tenemos una madre, abuela o bisabuela que fue madre soltera, y no pocas veces de varios hijos y de diferentes padres. Nadie se atrevería a juzgar la moral de esas mujeres, las que en su mayoría eran devotas creyentes. Sabemos que fueron producto de su tiempo y de su cultura. Esto no ha cambiado mucho. Los datos del censo poblacional revelan que apenas un tercio de la población nace en una familia constituida por un matrimonio. La mayoría son hijos de madres solteras o divorciadas y de uniones de hecho.

A diferencia de los tiempos de nuestras abuelas, hoy tenemos la posibilidad de explorar mejor lo que pasa con nuestras familias gracias a las estadísticas. Y estas revelan que la familia paraguaya está en peligro. Nuestras familias padecen de dos flagelos terribles: la violencia intrafamiliar y la paternidad irresponsable.

Los números sobre mujeres y niños y niñas víctimas de golpizas por parte del padre o el padrastro, de mujeres violentadas o asesinadas por su pareja o su ex pareja y de niñas abusadas sexualmente por hombres integrantes de su propia familia son escalofriantes. A eso se suma la montaña de demandas por prestación de alimentos.

Algo terrible pasa con nuestras familias y la causa solo la podemos buscar en ese proceso de socialización que llamamos cultura. La diferencia sexual entre un hombre y una mujer está determinada por la naturaleza, pero la diferencia entre los roles que pueden ejercer cada uno, y los derechos, deberes y oportunidades que tienen unos y otras son construcciones culturales. Los hombres y nuestras convicciones y nuestros prejuicios y nuestros valores y antivalores son una consecuencia de la educación formal e informal que recibimos de nuestros padres y de nuestras madres, principalmente de ellas.

No se trata de que seamos los malos de la película. Somos víctimas y victimarios. Nos han metido un programa que nos urge desactivar. Y en eso tenemos que concentrar fuerzas si realmente queremos defender a nuestras familias.

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