Algunos saltan de sus asientos cuando se oye un estampido fuerte, ¿qué es?, nos preguntamos, ¿un tiro? Sí, un tiro, aquí cerca, nos miramos unos a otros. No es aquí, evidentemente. No parece. ¡Silencio!, interviene el cura para intentar acallar a los feligreses, pero ya nadie puede concentrarse. Los de atrás salen con prontitud cuando oyen gritos en la casa situada frente al templo. ¡Está muerto!, grita alguien en el interior de la vivienda. Sí, está muerto, ¡se mató!
Una mujer delgada de cabellera muy negra se levanta del primer banco del lado derecho, atraviesa la nave principal, acelera sus pasos cuando se encuentra en la mitad del templo, lo cruza sin mirar a nadie, no se detiene cuando alguien la llama, corre; vuela sobre sus tacones altos. Cuando se aproxima a la casa, oye los gritos; se acercan a ella dos mujeres que gritan, no, no gritan, profieren aullidos de terror, de dolor, de sorpresa. La gente sale de la iglesia y en masa se dirige a la casa con el deseo de curiosear, pero se oye la orden tajante: ¡Cierren la puerta!, ¡que nadie entre! Algunos se retiran en vista de que nadie sale, nadie dice nada. La iglesia se vacía, la gente murmura, se forman corrillos; los más atrevidos se juntan frente a la vivienda y comentan, algunos con curiosidad, otros con malicia, unos apesadumbrados y hay quienes demuestran preocupación. No es posible, no puede ser, ¿pero qué será? Esperemos, alguien ha de salir a contarnos; pero nada, nada.
Fragmento de su novela Codicia, ganadora del Premio de Novela Inédita Augusto Roa Bastos.