Durante la gesta libertadora norteamericana Charles Lynch, independista del estado de Virginia, encabezó un tribunal que apresó y encarceló extrajudicialmente a simpatizantes de la corona británica. Lograda la independencia, y buscando evitar ser querellado por las víctimas de este trato sumario, Lynch logró que el Congreso de la Confederación aprobase una ley especial que lo exoneraba de responsabilidad por aquellos hechos.
Esta ley fue conocida como “la ley de Lynch”, y dio lugar a la expresión “linchar” para referirse a cualquier aplicación de castigo sin el debido proceso de la justicia. Ya en el siglo XIX, los linchamientos en los EEUU tomaron un cariz violento y sanguinario, con turbas que torturaban, ahorcaban y hasta descuartizaban a sus víctimas, en su mayoría de ascendencia africana.
Hemos visto en los últimos tiempos en nuestro país cómo la ciudadanía, harta de la impunidad y el letargo judicial en el tratamiento de las denuncias e imputaciones contra ciertos turbios personajes de la política local, ha apelado a las protestas y los escraches para forzar renuncias y estimular a las autoridades judiciales a una gestión más decidida contra la corrupción y el tráfico de influencia. Los resultados logrados en algunos casos por estas iniciativas han sido celebrados por el público y los medios de comunicación como triunfos de la voluntad popular.
Pero es una celebración con sabor agridulce. Por un lado, se han logrado desafueros y renuncias que posibilitan la prosecución judicial de investigaciones e imputaciones, pero por el otro, estas acciones tienen características de los linchamientos de antaño. Los escraches que llegan a forzar la renuncia de un parlamentario electo, por más justificados que aparenten ser, son una aplicación de castigo sin proceso.
Son medidas extremas tomadas por una ciudadanía que ya no tolera casos de congresistas imputados, amparados por sus colegas con el blindaje de la inmunidad parlamentaria, y de procesos que mediante interminables chicanas se demoran casi indefinidamente, provocando una sensación de impotencia ante una justicia caprichosa y arbitraria.
Esto es peligroso. Lo que hoy son pancartas, cánticos, y abundante papel higiénico, mañana fácilmente pueden pasar a ser apedreadas, garroteadas, y peor, provocados por una creciente desconfianza hacia las instituciones. En la medida que se percibe que los organismos del Estado que deben proteger a la sociedad son inoperantes, crece la tentación de hacer justicia por cuenta propia.
Vivimos en un continente inseguro y violento. Según las Naciones Unidas, Latinoamérica, con solo 8% de la población mundial, es responsable de casi un tercio de los asesinatos globales, y es la única región donde la tasa de violencia letal está creciendo. Cerca del 25% de los asesinatos del mundo ocurren en solo cuatro países: Brasil, Venezuela, México y Colombia. El año pasado, 63.808 personas fueron asesinadas en Brasil, comparado con 8.634 en la China y 5.351 en la Unión Europea.
Esta penosa situación de algunos de nuestros vecinos es resultado de un cóctel de explosivos ingredientes: sistema policial insuficiente y corrupto, grandes brechas entre ricos y pobres, abundante población joven con deficiente educación para aprovechar oportunidades laborales, y las tentaciones del dinero fácil del narcotráfico, sumados a instituciones del Estado que no inspiran confianza ni respeto.
En menor o mayor medida, todos estos ingredientes están presentes en nuestra sociedad; no combatidos enérgicamente, irán corroyendo el entramado estructural de nuestra convivencia social, con resultados que los tenemos a la vista. La violencia es contagiosa, los escraches son un síntoma, y las chicanas una de las causas. Es tiempo de ir tomando medidas profilácticas.