En su viaje hacia Galilea, Jesús se detiene al pie del monte Ebal, junto a Sicar, donde estaba el famoso pozo del patriarca Jacob, que era el orgullo de los samaritanos. Esta región formó parte del Reino del Norte de Israel. Tras caer en manos de los asirios (722 a. C.), la población terminó mezclándose con los paganos llevados allí. Tiempo después, el rey judío Juan Hircano destruyó el templo samaritano erigido en el Monte Garizim. Por eso, a pesar de su pasado común, la enemistad entre judíos y samaritanos era centenaria (cfr. 2 R 17,34-40).
Pero Jesús no tiene reparo en detenerse en Sicar. Cansado del camino y a la hora de comer, el Maestro envía a sus discípulos a buscar alimentos y se sienta junto al pozo a esperar. Es entonces cuando llega con su cántaro una samaritana, y se inicia un diálogo y un encuentro entre dos anhelos, simbolizados en el agua, y que se verán colmados: el anhelo divino de salvar a los hombres y la sed de Dios que hay en ellos.
“Recoged los ojos del alma y revivid despacio la escena –sugería san Josemaría−: (…) Es conmovedor observar al Maestro agotado. Además, tiene hambre: los discípulos han ido al pueblo vecino para buscar algo de comer. Y tiene sed. Pero más que la fatiga del cuerpo, le consume la sed de almas. Por esto, al llegar la samaritana, aquella mujer pecadora, el corazón sacerdotal de Cristo se vuelca, diligente, para recuperar la oveja perdida: olvidando el cansancio, el hambre y la sed”[1].
“Dame de beber”: el antiguo recelo judío hacia los samaritanos, que les retraía incluso de hablarles y emplear sus utensilios[2], es quebrado por Jesús al pedir ayuda con modestia a la sorprendida samaritana que llega con su cántaro. Pero en realidad, era ella quien debería romper los prejuicios centenarios para pedir lo que Jesús da: un agua mejor que la del famoso pozo de Jacob, aunque esta fuera muy abundante, pues sirvió para sus hijos e incluso sus ganados. La mujer entiende la insinuación de Jesús: que Él es mayor que Jacob y su pozo, y el agua que ofrece es maravillosa. La samaritana queda entonces prendada de la idea que se forja de esa agua y pasa a pedirla, para no tener nunca sed.
En el Antiguo Testamento, “el agua viva” simboliza la acción de Dios (cfr. Jr 2,13; Za 14,8; Ez 47,9). Y en realidad, Jesús es “el don de Dios” que la mujer ignora y el agua viva que se hará en ella “fuente que salta hasta la vida eterna” es la gracia espiritual. Por eso, Jesús prepara a la mujer para recibirla, haciendo que reconozca su situación de pecado, con cinco maridos distintos. La samaritana se interesa entonces por su relación con Dios y dónde adorarlo; y tras la instrucción del Maestro, intuye la auténtica sed de su alma; menciona ya al Mesías, descubre que lo tiene delante y va a anunciarlo a los suyos.
Este célebre pasaje del Evangelio de san Juan narra un itinerario de conversión precioso provocado por Jesús. En cierto sentido, tiene un carácter universal y todos podemos vernos reflejados en él. El papa Francisco comenta que “Jesús tenía necesidad de encontrar a la samaritana para abrirle el corazón: le pide de beber para poner en evidencia la sed que había en ella misma. La mujer queda tocada por este encuentro: dirige a Jesús esos interrogantes profundos que todos tenemos dentro, pero que a menudo ignoramos.
También nosotros tenemos muchas preguntas que hacer, ¡pero no encontramos el valor de dirigirlas a Jesús! La cuaresma, queridos hermanos y hermanas, es el tiempo oportuno para mirarnos dentro, para hacer emerger nuestras necesidades espirituales más auténticas, y pedir la ayuda del Señor en la oración. El ejemplo de la samaritana nos invita a expresarnos así: ‘Jesús, dame de esa agua que saciará mi sed eternamente’”[3].
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py/gospel/2023-03-12/).