Por todo esto, el temor y la sorpresa se apoderan de los oyentes cuando Jesús revela que en unos años el Templo será arrasado de nuevo. Pero él no quiere ofender al templo, sino hacerles entender, a ellos y también a nosotros hoy, que las construcciones humanas, incluso las más sagradas, son pasajeras y no hay que depositar nuestra seguridad en ellas.
“Habitar bajo la protección de Dios, vivir con Dios: esta es la arriesgada seguridad del cristiano –decía san Josemaría–. Hay que estar persuadidos de que Dios nos oye, de que está pendiente de nosotros: así se llenará de paz nuestro corazón.
La sagrada comunión es el “lugar” en el que nos espera. “Ese pan que veis en el altar –dirá san Agustín–, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo; ese cáliz, o más bien, lo que contiene ese cáliz, santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo. En esta forma quiso nuestro Señor Jesucristo dejarnos su cuerpo y dejarnos su sangre, que derramó por nosotros en remisión de nuestros pecados. Si lo recibís bien, seréis vosotros lo mismo que recibís”. “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia.
En el corazón del cristiano habita el Señor. Sabemos que somos también templo del Espíritu Santo y por eso, de cierta manera, no necesitamos ir a ningún lugar para dirigirnos a Dios. Nada puede darnos miedo.
“Somos almas contemplativas –dice San Josemaría–, con un diálogo constante, tratando al Señor a todas horas: desde el primer pensamiento del día al último pensamiento de la noche: porque somos enamorados y vivimos de amor, traemos puesto de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a él por su madre santa María y, por él, al Padre y al Espíritu Santo”.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es/article/meditaciones-martes-de-la-34-a-semana-del-tiempo-ordinario/).