Por Adolfo Ferreiro
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Careciendo del talento creativo de Moneco López para imaginar conversaciones “improbables pero no imposibles”, limitémonos a suponer qué pudo haberle dicho, soto voce, el presidente Bush, saliente y doliente, al flamante presidente Lugo, enigmático y escurridizo.
Dicen los entendidos en el manejo de las cuestiones de Estado que los presidentes norteamericanos que se están yendo y a veces los ex asisten al mandatario que vendrá, transmitiendo a los gobernantes amigos y enemigos los claros mensajes sobre lo que continuará igual e invariable en la siguiente administración, para que no se hagan ilusiones con lo que puede cambiar.
También que suelen hacer cosas de alto costo en popularidad que ya no les afecta electoralmente, para que el nuevo y su política no tengan que cargar con el desgaste que dichas acciones traen aparejadas, sobre todo en sociedades abiertas donde la opinión pública cuenta y en las que ciertos asuntos no pueden manejarse a gusto de valores socialmente establecidos pero políticamente no del todo viables.
Obviamente, “la conversación al oído” en las cumbres, como la reciente Bush-Lugo, tiene como principales protagonistas a los presidentes pero no se da solamente entre ellos, sino también entre los equipos que los secundan. En eso se basan la precisión de los mensajes y la continuidad en los efectos que se busca. Se dice que lo más importante es “mirarse a los ojos”, de manera que cada quien construya en su mente la suficiente confianza respecto del otro para que cuando las papas quemen puedan decir “yo confío” en Fernando o en George y el otro reciba como natural el llamado telefónico eficiente para poner las cosas en buen camino.
Es la diplomacia “entre los grandes”. Si no, recordemos que los chinos exigieron que el defenestrado y maldito Richard Nixon, después de abandonar la Casa Blanca por tirante, viajase a Beijing a convencerlos de que continuaría la política acordada con él.
Así son los hombres, las elites en realidad, “que dirigen los destinos del mundo” y que antes que aparecieran los digitales orientales, solamente usaban relojes Rolex.
Entonces, ¿qué pudieron decirse al oído los líderes de dos países amigos, con una larga tradición de relaciones estables en lo principal?
Reiteremos disculpas a Moneco. La tentación de imaginar diálogos es grande. Supongamos los temas en los susurros que se intercambiaron junto a la chimenea donde tantos mandatarios se fotografiaron en situaciones semejantes.
Bush habrá dicho que la política exterior norteamericana no dejará, jamás, con Obama o McCain, sus entendimientos y prioridades con Brasil, Israel, Japón y Gran Bretaña. Y si Lugo le preguntó por Taiwán, posiblemente Bush lo miró socarrón diciendo: “ou Mister Lougou, ese poder cambiar... chinous ser mucho variables en su viejo histeria... mejor deciur, historia”.
Lugo y Bush tuvieron excelentes intérpretes y cada uno habló en su impecable inglés tejano y guarañol tercermundista, pero así suena más divertido. De esto, Lugo y su equipo tienen que concluir: se podrá medrar entre chinos pero tendrá riesgo y costo camandulear con el tal Mamut de Irán. Se podrá denostar a los españoles por lo de la migración, pero nada de andar invadiendo Malvinas para tapar agujeros criollos.
Después Bush, de manera fina, elíptica y apropiada, recurriendo a su reconocido gracejo, no habrá dejado pasar la oportunidad para recordarle a Lugo que ambos comparten la pasión por la democracia occidental, que ambos no dudan que también es cristiana porque en materia de fe, ¡caramba!, Bush no habrá sido obispo en “Saint Peter” pero también se las trae. “Mi estar muy interesadou en conocer de Ud. direutamente, Mr. Lougo, qué pensar en su fuerou intimou del coulega Jugou Chauvez y su... como decir... boludis... bolivariasmou... socialistau del siglou treuce... our perdoun, ese ser el teología del liberalismo ou del liberación...”. En ese momento del cálido debate, los intérpretes apretaron los botones rojos que indican “comenzar de nuevo” y sudaron de espanto ante la posibilidad de que a Bush, para ser más simpático, se le ocurriera hablar o cantar en guaraní, como el embajador Cason.
Difícil suponer la respuesta de Lugo. Desde mentar a Rodríguez de Francia, pasando por Leonardo Boff y terminando en Al Gore, todo cabe. Sin duda, el novel presidente recurrió a su mejor locuacidad y capacidad de convencer, como a Tito Núñez, para que Bush pase tranquilo sus últimas semanas en la Casa Blanca. A juzgar por los resultados, lo consiguió, porque todo terminó bien. Lugo se despidió sin dar portazo, Bush no tuvo que llamar a la seguridad para hacerlo salir.
Fue una reunión necesaria y conveniente, de práctica apropiada en las relaciones internacionales. Tal vez haya quedado en el bolsillo de cada uno la tarjetita del otro con el celular para llamar en caso de que suene alguna alarma.