EL CANTOR (A la IDA)
—Gracias.
La rubia, mujer de mediana edad vestida con saquito, camisa y tacos, acaso una rezagada del almuerzo, se sentó a un lado del bus en los primeros asientos, donde el tímido sol alumbraba menos.
El músico se acomodó el sombrero campesino, apoyó la columna en el respaldo de un asiento, el instrumento en el muslo derecho levemente erguido. Anunció con una voz apenas audible que cantaría una canción sobre Stroessner. Fue el 3 de febrero pasado.
Me sobresalté. Lo escuché con atención. Entonó un guaraní cerrado y bajo, juntando las palabras, y no pude entender todo. Hablaba, eso sí del “Cuatrinomio de Oro” y de una época de orgullosa felicidad. Ahora lo corean abiertamente en los colectivos, pensé. Incluso en el aniversario de su caída, de su fracaso final.
Después entregó a los pasajeros una versión de Ahakuetévo ascrivíta, de Néstor Damián Girett y Saturnino Ramírez Grance, hermosa, plena de lastimera impiedad en la siesta en la zona de los shoppings.
No hubo un solo pasajero que no retribuyera el canto, incluido este cronista. “Hendy kavaju resa”, me dije. La música en vivo se aprecia como lo que es: música en vivo. De un trabajador a la gorra, en pandemia. Huérfano un gobierno mitómano que, mientras reivindica al sujeto de la canción, destroza lo que queda de cultura nacional, obligando a los artistas a trabajar moneda a moneda.
La rubia fue la primera en desprenderse de un par de billetes. El cronista lo hizo, particularmente, por los versos dedicados “a la elegida estrella, a esa niña Graciela, Puerto Irala poty”. ¿Qué iba a hacer, si la canción le recuerda siempre a su infancia, a los colores en que se descompone la luz los domingos, a la inocencia? Al desvergonzado Cuatrinomio de la melodía, uno de cuyos falaces integrantes fue padre del presidente, el cronista le dedicó solo el espanto.
EL LECTOR (A LA VUELTA)
Tarde en la noche, regresaba del trabajo a casa en la Línea 28. Con la cabeza recostada en la ventana, estaba entrando a Campo Grande cuando una sacudida me despertó del breve sueño, acaecido luego de que me diera cuenta de que no tenía fuerzas para continuar con la lectura reciente e interesante novela de una escritora paraguaya.
Si antes nadie estaba sentado a mi lado, ahora había allí alguien que me miraba sin ocultarlo, con franca curiosidad. Enseguida me incomodé, por supuesto. Entonces, sin más preámbulo, lo miré a la cara, para que desahogara sus dudas de una vez, las que fueran. Tenía no más de treinta años y la voz.
—Disculpame, hace rato ya quería que te despiertes. ¿Qué libro leés?
Me tomó por sorpresa. Tenía el volumen sobre la mochila, mis manos sobre él, los ojos del joven buscando el título. Le conté sobre la autora.
—El libro es sobre una mujer paraguaya y judía que busca su identidad en el pasado que escondía otra mujer, en un gueto de Vilna, Lituania. Tiene un álbum de fotos que sirve como mapa y como memoria. Está bueno.
Había traído de la maraña del sueño aquel resumen antojadizo.
—Yo le estoy leyendo a Barrett, Rafael Barrett, seguro lo conocés. Anarquista era él. Hace cien años ya previó lo que pasa en Paraguay, había sido. Escribía demasiado bien él.
Así hablamos por un rato más de un hombre que el poder autoritario persiguió, hasta que mi interlocutor se bajó en la zona de la aviación.
Las ideas no se matan, me repetí.