La necesidad de orden y previsibilidad llevó a los hombres a construir leyes e instituciones. Con el respeto de ambas se evitaba que el caos y la anarquía se apoderaran de los países e instituciones. En nuestro país los que más proclaman las normas son los primeros que las violan o viven al margen de ellas y, lo peor: no reciben castigo. Lo que aconteció hace casi un año ha sido gravísimo y no ha tenido sanciones ejemplares como debieran. La institución encargada de resguardar la seguridad: la policía, dejó que los manifestantes quemaran el edificio del Congreso en el ánimo de responsabilizarlos del caos en que habían sumido a la República, cuando en realidad sus responsables eran los 25 legisladores que violaron la Constitución y el presidente de la República, quien los había alentado. Todo iba bien hasta que las cámaras del circuito cerrado grabaron el crimen de un joven en su propio local partidario a manos de un policía que debería estar guardando reclusión y por un cuerpo de seguridad que no tenía orden de allanamiento y menos autorización para entrar a matar. El único preso hasta ahora es el suboficial que gatilló el disparo mortal. Todos los demás en la cadena de mando, libres; y algunos premiados con cargos en la comisaría de frontera, donde opera la empresa del presidente y de donde había venido el aún no investigado comandante Sotelo.
Lo que vino después fue simplemente una mascarada para dejar en un segundo plano la gravedad de los acontecimientos del 31 de marzo y el 1 de abril. Cartes elige a Peña como candidato y conejillo de indias, apoya a Lugo a la presidencia del Senado y conduce a su movimiento al matadero electoral de diciembre. Los que podrían haber sido quemados literalmente por las llamas del Congreso y que se encontraban en su interior hoy son socios de los que alentaron la quema. El fiscal general que debía investigar ya no está y la ministra de la Corte Pucheta es candidata a presidenta de la República ante la intención de renuncia de Afara y de Cartes. El que pergeñó el plan debe estar muy contento, pero no la República. Con todos estos antecedentes los pretendidamente triunfadores en la estratagema están allanando el camino a la anarquía. Le están sacando legalidad y legitimidad al Gobierno y dejando la sensación de que cualquier cosa puede pasar en el país. Este es quizás el peor de los escenarios en que puede estar una democracia.
Se podrán guardar las formas, todo puede ser pretendidamente amigable y la cultura de una democracia lactante puede parecer justificarlo todo, pero en realidad estamos acumulando nubes de tormenta que pueden precipitar a la República a un punto sin retorno.
Grandeza, renunciamiento, sentido institucional, respeto a la Constitución y las normas y, por sobre todo, pudor cívico pueden ayudar para evitar la anarquía hacia la que vamos. Hasta hora la facilidad con la que se han encontrado los violadores y la falta de liderazgos sólidos que lo impidan hacen que la apatía y el desgano ciudadanos sean las únicas formas de escape social. Solo que eso no ayuda a evitar el caos, por el contrario, estimula a los malos a destruirlo todo. Parece que no aprendimos nada de marzo de 1999 y 2017.