Son miles. Llenos de talentos, capacidades y habilidades. A muchos de ellos ya no les brillan los ojos como antes. Han aprendido a sobrevivir entre la miseria, la violencia, las drogas y la explotación. Son los llamados niños y niñas en situación de calle o menores en situación de vulnerabilidad. No tienen rostro, son casi invisibles entre sombras, casas abandonadas o esquinas oscuras; hasta que un crimen, delito o acto violento los convierte en reales, concretos y “dignos” de atención para la prensa y la sociedad.
La niña de 14 años involucrada en el asesinato del vendedor de chipas acaecido esta semana en la zona del Mercado de Abasto es solo “botón de muestra” de una realidad compleja, plagada de desidias, actos de corrupción, desinterés e inoperancia de autoridades políticas, policiales y judiciales, así como de la indiferencia social generalizada.
Es una niñez colmada de ausencias, entre ellas, la primera y fundamental: la familia. Cuando este núcleo vital de acogida, amor, comprensión, protección y contención está ausente o no funciona, o está desestructurado, la proyección presenta indicadores altamente negativos y destructivos para la persona.
“Está en la comisaría y ningún familiar apareció para responsabilizarse de ella”, informó el subjefe de la Comisaría 16 Metropolitana. Estaba sola, delinquiendo desde los 11 años, según datos policiales.
Antes que la mentada “ausencia del Estado” está la carencia de esa primera escuela de humanidad y autoestima que es el hogar familiar.
“La mayor enfermedad de Occidente hoy no es la tuberculosis; es no ser querido, no ser amado y que nadie se preocupe por ti. Podemos curar las enfermedades físicas con la medicina, pero la única cura para la soledad, la desesperación y la falta de esperanza es el amor… La soledad y el sentimiento de sentirse no querido… es la pobreza más terrible”, afirmaba con plena certeza la Madre Teresa de Calcuta, cuya memoria celebramos este domingo, a 24 años de su partida y 5 de su canonización.
Y quizás hasta nos resulte casi poética una afirmación semejante, pues pocas veces intuimos el oscuro abismo que significa esa soledad que aprieta, ahoga y carcome silenciosamente la existencia de tantas personas, en medio de una sociedad llena de ruidos y luces, que exalta el individualismo y la autosuficiencia como horizontes del éxito humano, y solo percibe la apariencia.
Pero Agnes Gonxha Bojaxhiu, nombre de nacimiento de esta monja de origen albanés, sabía de lo que hablaba. Estos niños y niñas que deambulan casi como zombies en las zonas de la Terminal, el Mercado de Abasto y sectores del microcentro capitalino, entre otros tantos lugares, son víctimas de esta “pobreza de Occidente” que desangra hasta matar y genera muerte.
Estas situaciones de dolor y dramaticidad, además de la necesidad de acciones concretas contra el tráfico y microtráfico, la intervención para el rescate de los menores y su desintoxicación, la corrupción policial, entre otros tantos aspectos, expone a todas la luces la urgencia de políticas públicas de apoyo y fortalecimiento de las familias, en campos relacionados a educación, empleo, vivienda, salud, acceso a servicios básicos, capacitación de padres, etc. Es necesario ir a las raíces del problema y buscar soluciones de fondo; fomentar hogares saludables.
Pero también plantea la necesidad de asumir en primera persona esta problemática desde el lugar en que nos encontremos, y con las herramientas, habilidades y recursos disponibles. La indiferencia no aporta. Urge dejarse interpelar por esta realidad para generar cambios; salir de la zona de confort y crecer como sociedad. No basta con dejarlo todo en manos de las ONG y el Estado. Como lo dijo también aquella mujer de Calcuta, de forma radical y muy provocadora, al señalar que cuando un hombre muere de hambre, frío u otra necesidad, de alguna forma sucede porque “ni tú ni yo hemos dado a esa persona lo que necesitaba”.