08 ago. 2025

A ver si se acuerda...

César González Páez cesarpaez@uhora.com.py

Es un librito pequeño que apareció en 1967, se titulaba Evocaciones de la Asunción 1815-1930. A su autor, Antonio Ortiz Mayans, se lo suele encontrar a veces en las bateas de libros usados y es muy divertido pasear por sus páginas buscando algún recuerdo, porque algunas estampas que vimos en la ciudad se han ido desapareciendo, como el viejo tranvía que era tan cotidiano hace unos años atrás y hoy nos cuesta hacerlo circular por las vías de nuestra memoria. Sin embargo, esta humilde publicación viene a iluminar un poco ese esfuerzo, postales de nostalgias de una Asunción que ha ido mutando en muchos aspectos sus costumbres de aldea para ser lo que se espera de una ciudad, una marcada indiferencia por algunos lugares que no han sido conservados, por casas antiguas que se han derrumbado o las han demolido a propósito, plazas convertidas en mole de cemento, los árboles en retirada, bares y restaurantes que ya no están. Y usted puede decir, como muchos decimos, es el progreso. Pero que esa suerte de modernidad haya hecho que la gente se concentre en los shoppings y haya apagado el bullicio del centro, los paseos sabatinos, las salidas de misa, los conciertos de bandas militares en las plazas, las veladas folclóricas, las galas en el Municipal. Todo para ser ciudadanos de patios de comidas de complejos comerciales.

En el libro se pueden encontrar algunas perlas del ayer que me animo a acercarles: por ejemplo, la maltratada Plaza Uruguaya se llamaba en principio San Francisco, la otrora “plaza aromada” de Ortiz Guerrero convocaba al bullicio con la llegada de los trenes, especialmente el internacional. Por las noches había una retreta que ofrecía la Banda de Músicos de la Policía de la capital. El que recuerda aquellos días, habla de los infaltables fotógrafos que estaban apostados esperando a clientes de toda laya que querían posar “para la posteridad”. Rememora que por entonces se solían ver en el lugar cientos de encantadoras damas que se paseaban por los caminos internos del espacio público dándole colorido y belleza. Vaya y vea en qué quedó ahora, parece que habláramos de una postal rota. Es cuando los recuerdos comienzan a doler.

Habla de los tranvías y con mucha exactitud nos recuerda los recorridos que hacían y cómo los tradicionales nombres de calles cambiaron de apellido. Cuenta que era un verdadero placer trasladarse hacia Villa Morra y contemplar las hermosas casas y quintas viajando por la avenida Colombia, hoy Mariscal López, o tomar el Nº 4 que llevaba a sus pasajeros hasta el Puerto Sajonia. También recuerda el Nº 5 que llegaba hasta la calle Salinares, hoy Perú, después de pasar por el inolvidable Belvedere. El autor del libro recuerda las veces que los pasajeros tenían que esperar que pase el tranvía que usaba el recorrido en sentido contrario, esperaban con el papelito en la mano. El boleto en el que se podía leer: “Sírvase conservar el boleto en buen estado” y el valor del pasaje expresado en oro sellado. Razón por la cual los pasajeros debían hacer la conversión al dinero paraguayo. Ortiz Mayans recuerda las serenatas en las rejas floridas y los andariegos músicos que se ganaban el pan con eso.

Cuenta esta colorida anécdota, una noche se disponían a cantar, pero se ve que para hacer esas serenatas tenían que tener un permiso policial, un sargento se les acerca y se los pide, a lo que ellos contestan: “Tenemos permiso verbal del comisario”, a lo que el policía les dice: "¡Vamos a ver el permiso verbal!”. Tierna gente que se ha ido con el tiempo.