No había nada en juego. Solo la gloria. Por eso, la del miércoles fue una noche de leyenda. Una en que el deporte, muchas veces atestado de corrupción, mentiras y mercantilismo, se reinvindicó.
Alguien tuvo en ESPN la maravillosa idea de pasar el miércoles en simultáneo dos momentos épicos de la mayor liga de baloncesto del planeta: la NBA. Por un lado, uno de los cinco mayores jugadores de todos los tiempos, Kobe Bryant, la Mamba negra de Los Ángeles Lakers, se estaba despidiendo luego de 20 años de romper récords. Por otro, un equipo, los antes ignotos Golden State Warriors, estaba pulverizando la marca de mayores partidos ganados de, quizás, el mejor equipo deportivo, los fabulosos Chicago Bull. Mientras el líder de los Warriors, Stephen Curry, por poco no redefinía el concepto mismo del básquet.
En Los Ángeles había fiesta. Estaban los amigos, estaba la estrella feliz y todo aparentaba ser una despedida más. En Oakland se palpaba el dulce aire de la historia. Y los Warriors no defraudaron. Como una perfecta máquina de correr, tirar y encestar ganaban por 20 puntos a mitad del partido. En tanto, el baby killer Curry hacía lo que quería. De donde se le antojaba metía triples. Como un poseso. Los contrincantes miraban atónitos. La afición bramaba. Intentó dos triples de seguido en los últimos segundos para llegar a la bendita marca, pero la historia se reía orgullosa de sus vanos intentos.
Curry comenzó el segundo tiempo con una fuerza enfermiza. En tanto, Bryant perdía por varios puntos. Cambió todo y enojado se puso su viejo traje de héroe. Curry despachó su faena rápidamente. Llegó a los 402 triples en una sola temporada. 1.206 puntos él solito, sin contar otros centenares de dobles y simples. Con semejante envión, obtener las 73 victorias en 82 partidos fue un trámite.
Curry tuvo que sentarse en la banca tras su gesta triplera y ni su mirada de chico travieso conmovió al entrenador Steve Kerr, uno de los pocos humanos que se le plantaron a Micheal Jordan, para reingresar. La magia se mudó a Los Ángeles. Ni la derrota ni la victoria significaban mucho. Los Leakers cerraban así una de sus peores temporadas ante un equipo de media tabla. Faltaban un par de minutos y, remontando desde abajo, Kobe metía y metía. Dio vuelta el partido ante un estadio que a los gritos pedían que solo él tuviese la pelota, algo que por cierto le criticaron en sus años de apogeo. Encestó 60 puntos. Increíble. Epopéyico.
Esa hermosa noche de básquet me hizo recordar a las mías en el Ciudad Nueva. Con la diferencia de que yo estaba solo y en la cancha vacía. Pero me sentía tan lleno de gloria como Bryant y Curry.