Debo a un libro del crítico teatral argentino Ernesto Schoo (1925-2013) la pasión por Marguerite Duras (1914-1996), la novelista francesa cuyo vigésimo aniversario de muerte se cumplió el pasado 3 de marzo. Suele suceder entre ciertos lectores varones que quienes gustan de la literatura de la otra Marguerite, la Yourcenar, la erudita autora de Memorias de Adriano, detestan la prosa llena de subjetividad de quien escribió Hiroshima mon amour. A las lectoras que conozco no les pasa eso. A mí me fascinan ambas.
En Pasiones recobradas: La historia de amor de un lector voraz (1997), Schoo dedica dos artículos a la obra de Duras. Uno de ellos es una reseña de Escribir, el librito de no más de cien páginas que la mujer publicó tres años antes de morir y que es uno de los textos autobiográficos más sugestivos de la literatura francesa. Leí la recensión sin haber conocido antes una sílaba de Duras, y desde ese momento su obra no me abandonó más. Sus novelas están cargadas de un erotismo larvado, pero también de una pulsión de muerte que llega a su cenit en El dolor. Tengo para mí que Las diez y media de una noche de verano es una de las mejores novelas cortas que se han escrito.
La vida de Duras estuvo marcada por tres cosas: la escritura, la soledad y el alcohol. “La soledad de la escritura es una soledad sin la que el escribir no se produce”, anotó, precisamente, en Escribir. Y también: “Una mujer que escribe: los hombres no lo soportan”. Además: “La soledad, la soledad también significa: o la muerte, o el libro. Pero ante todo significa alcohol. Whisky, eso significa”. Desde la embriaguez solitaria, con esa manera de blandir la pluma como si fuera un látigo, Duras penetró en toda las soledades juntas del hombre y la mujer contemporáneos. O como dijo Schoo: “Ella perseguirá siempre, sin pausa, el rostro verdadero debajo de la máscara”.
En 2003, Enrique Vila-Matas publicó París no se acaba nunca, una novela autobiográfica sobre sus años de formación en Francia, cuando su casera en la buhardilla que vivía era Marguerite Duras. Un día se encontraron en las escaleras y el aprendiz de novelista le dijo que quería “escribir un libro que produjera la muerte de todos los que lo leyeran”. Con su francés superior, ella le dijo que la única manera en que eso pasara era si “saliera disparada una veloz y afilada flecha envenenada desde el interior del libro y fuera directa al corazón del desprevenido lector”. Vila-Matas era incapaz de producir un libro de esa naturaleza. Su casera, por supuesto, sí. Muchos.