En la tibia tarde del 10 de octubre de 1946, Demetrio Ortiz se preparó, como todos los días, para ir a la radio en donde trabajaba. Antes realizó una gozosa rutina musical no menos diaria: se sentó frente a su madre, pulsó las cuerdas de su guitarra y cantó la polca preferida de doña María Blásida Vargas, Niño azoté de Miguel G. Fariña. En ella, el poeta invita a una mujer a que lo acompañe por un camino en cuya orilla explota en colores la flor ornamental que da nombre a la canción; la conmina a arrancar esa planta aromática y a convertirse ambos en niños mientras se persiguen el uno al otro a lo largo de un sendero donde las mariposas liban el néctar y se apesadumbran de antemano porque, cuando llegue la noche, deberán dejar de aletear sobre el niño azoté.
Siempre que sucedía aquello, la madre miraba a su hijo con un fugaz centelleo de orgullo en los ojos, volvía tal vez a los lejanos y difíciles días de la infancia del músico —cuando era lustrabotas en la Plaza Uruguaya o cuando sufrió lo indecible por la separación de sus padres—, y la felicidad entonces era algo palpable que tenía sonido de guitarra. Aquella tarde, doña María terminó de escuchar la polca, soltó su cabellera y se levantó para buscar en la habitación un peine. Eso fue todo. Cayó al suelo después de una sacudida implacable. Había muerto.
En 1974, un año antes de su fallecimiento, Demetrio Ortiz concluyó sus memorias a las que llamó Una guitarra, un hombre... Los puntos suspensivos pueden significar muchas cosas de la vida del músico, pero —a mí se me antoja— el título se completa únicamente con la expresión “una madre”. El libro es un constante homenaje a la memoria de doña María. Su presencia en el relato es cardinal. El pasaje en el que ella baila en un festejo patronal, con una botella en la cabeza, la polca Arroyos y esteros, mientras su hijo la mira con asombro infantil y el padre de Demetrio —de quien se había separado— espía entre la multitud la celebrada “infamia” de la danza pública, es de una belleza literaria que no tiene nada que envidiar a las mejores plumas de la literatura paraguaya. De hecho, el libro tiene el pulso de una novela muy bien escrita. Y la dialéctica del amor y sus avatares compartidos entre madre e hijo sostiene la narración.
Tres años antes de la tarde en que doña María murió, Demetrio Ortiz compuso, en el Hotel Francés de Concepción —en donde estaba hospedado, endeudado y triste— la que es para mí su más bella guarania: Mis noches sin ti. Sentado en la terraza, con un vacío vaso de cerveza frente a él y un cigarrillo en la boca, la melodía fue saliendo de La Morena, como llamaba a su guitarra, semejante a la inmensa soledad de la noche concepcionera. Esas noches eran, por supuesto, las que él iba viviendo, y viviría en lo sucesivo, sin su madre.