Si Pinky Ortiz le dijese a Horacio I: –¿Qué haremos esta noche, Cerebro? Y el Tercer Reconstructor le contestase: –Lo que hacemos todas las noches, Pinky... trataremos de dominar el mundo; la odisea no le resultaría sencilla.
Desde que se inventó la democracia, uno es designado para mandar en nombre de todos y estos se dedican a fastidiarlo. Y en Atenas eso se cumplía al pie de la letra, ya que literalmente todos los ciudadanos formaban parte del Parlamento. Pero esa ciudadanía no se compraba fácilmente como, digamos... una postulación presidencial en el corazón partío de un continente ignoto.
En Roma, el Senado propiamente dicho fue una cosa de patricios; es decir, los descendientes de los fundadores de la ciudad. Ni con la ayuda de Rómulo iba a conseguir ser uno de los togados.
En el Medioevo, los parlamentos eran convocados para avalar las decisiones del rey, y en contadas ocasiones.
En Inglaterra, se comenzó a desarrollar un parlamentarismo más férreo y moderno. No estaban para decir “sí, mi rey”. Pero seguía la tirantez entre la regia cabeza –que tenía la mala costumbre de desprenderse del cuello por acción de amigos y enemigos– y sus sospechosos súbditos. Pero, tras siglos de sangre, llegaron a un acuerdo y vivieron felices para siempre.
Fue la Revolución Francesa que cometió el regicidio final y democratizó la democracia. Y en parte volvimos a los orígenes griegos. Con la diferencia de que no todos eran parlamentarios, pero sí podían elegir a quien gobierne y a quien le fastidie en su nombre.
Desde siempre hubo roces, compras y traiciones entre el que manda y el que debe controlar su mandato (es decir, el Parlamento). Y siempre se cuestionó la calidad de ese grupo de ciudadanos.
En Paraguay es muy notorio ese desprecio. Pero es una crítica hipócrita y facilonga. Nuestra clase política y la composición del Congreso son un fiel reflejo de una sociedad prebendaria, autoritaria y clientelista. Cuando empecemos a ser una sociedad distinta, se notará en la calidad de nuestros gobernantes.
El Congreso es un espejo perverso pero real de nuestra sociedad. Es estéril limitarse a criticarlos desde un teclado y en marchas esporádicas. El repudio pasivo perpetúa la mediocridad y la corrupción.
Hay que participar, y no solo con el voto, pues, como dijo Sergio Cabrera, cineasta colombiano, “si uno desprecia la política, acaba gobernado por los que desprecia”.