Para Dante Alighieri (y para la sociedad católico-romana de su tiempo), no había pecado más execrable que la traición. De los Nueve Círculos del Infierno, el florentino reservó el último y el peor para los traidores. Virgilio y Dante tienen la primera visión de Satanás, el arquetipo medieval de la traición superior, la que en el principio de los tiempos se cometió contra el dios judeocristiano. En la Cuarta Esfera están los traidores a la patria, a los parientes, a sus benefactores y a la majestad. En este ámbito desolador, que Dante duda “poner en metro” (hacer poesía de él) ante el terrible espectáculo del que es testigo, los condenados sufren tormentos directamente infligidos por Lucifer, y todas sus sombras están quietas y heladas, como helados tenían el corazón cuando traicionaron. El lugar tiene nombre: Cocito, y es un inmenso lago congelado en donde los penantes están inmersos hasta el cuello o hasta la cintura, según la gravedad de su traición.
En el siglo XVII, el poeta preferido de la reforma luterana, John Milton, imaginó en El Paraíso perdido la guerra de ángeles y demonios y el posterior destierro de Lucifer y con él la “discordia, las horribles/ y sordas tramas, las conspiraciones,/ y hasta el rastro menor de tus traiciones”. Durante el tiempo en que vivió el poeta inglés, los verdugos, luego de terminar su trabajo en la picota, gritaban a una multitud enfervorizada: "¡Miren la cabeza de un traidor!”.
Un cuarto de siglo después de la muerte del poeta protestante, William Shakespeare dio forma dramática a un principio político pragmático que ha sido argumentado, a diestra y siniestra, a lo largo la historia, como una excepción moral: la traición de Bruto, que asesina al emperador Julio César, se justifica por lo inadmisible de la tiranía. Pero aun así, Julio César (1599) es un drama no sobre el emperador, sino sobre la traición de Bruto.
Maquiavelo consideraba que ella era inherente a la política. Y, como Dante, consideraba que el lugar de los traidores era el infierno. “Los celos, la avidez, la crueldad, la envidia, el despotismo son explicables y hasta pueden ser perdonados, según las circunstancias; los traidores, en cambio, son los únicos seres que merecen siempre las torturas del infierno, sin nada que pueda excusarlos”, afirmó tajante.
El panorama político paraguayo es hoy un abono para las traiciones. Quienes ayer eran aliados hoy se acusan mutuamente de perfidia, y los que ayer se traicionaron hoy son cófrades. Visto está que las amenazas escatológicas de Dante, setecientos años después, no hacen mella en el espíritu de los dirigentes políticos. Hay quienes creen que es pertinente gestionar un infierno terrenal —acaso mucho más desolador y tormentoso que el dantesco— para los traidores contemporáneos y locales. Para algunos de ellos, bastaría con las urnas electorales.