Siendo brazo auxiliar de la Justicia, los policías son los que dentro de la estructura del Estado se encargan de dos tareas sociales imprescindibles: la prevención de los hechos punibles y la represión de los delincuentes.
En virtud de la organización de las relaciones entre las personas se ha creado la institución policial que detenta el uso legítimo de la fuerza por mandato legal. La finalidad última de su acción es que las personas que viven en el marco de la legalidad tengan garantizadas su vida y sus bienes. Ello implica adoptar, en tiempo oportuno y con racionalidad, medidas para llevar adelante tal propósito. Y en los casos en los que las normas ya fueron transgredidas, poner en marcha los mecanismos de investigación disponibles para la aprehensión y el castigo de los culpables en instancias judiciales.
La Policía Nacional, según un informe oficial de la misma –descontando los administrativos, con los cuales alcanza 24.000–, cuenta con 22.300 efectivos actualmente, de los cuales 13.000 cumplen tareas operativas vinculadas directamente con la seguridad ciudadana en lugares públicos.
Esa cifra implica un notable incremento en cuanto a la cantidad de personal de seguridad solventado por recursos del Estado. Sin embargo, su servicio dista mucho de ser de calidad.
Los factores que inciden, entre otros, en la mediocridad de la mayoría de los integrantes de las fuerzas policiales deben ser rastreados en causas de orden cultural y económico. La mayoría de ellos provienen de sectores sociales de escasos recursos. Esto determina que su educación –tanto formal como informal– tenga inmensas lagunas que se reflejan en su conducta profesional.
A ello hay que sumar que el salario que recibe la mayoría es insuficiente en relación con la responsabilidad del trabajo y las necesidades familiares que hay que satisfacer.
Con estas características, los policías están insertos en un contexto en el que la corrupción es moneda corriente y, en algunos casos, les resulta muy difícil estar al margen de ese ambiente contaminado. Los suboficiales y los oficiales jóvenes ven en muchos de sus superiores una prosperidad económica que no corresponde a su nivel salarial. Entonces, tratan de emularlos de alguna manera. Los casos extremos son los de aquellos que se dedican a actividades delictivas en sus horas libres.
En materia de seguridad, sin embargo, es equivocado pensar que toda la responsabilidad recae en la institución policial. El mayor peso recae en los políticos que carecen de la voluntad necesaria para revolucionar la institución y en la Justicia lenta y cara que favorece una escala delincuencial que va desde los caballos locos hasta los narcotraficantes.
Mientras la sociedad –a través de sus gobernantes, las instituciones del Estado y los ciudadanos– no enfrente con coraje e inteligencia el problema de la seguridad en todas sus manifestaciones, los delincuentes seguirán ganando espacios.